jueves, 23 de enero de 2014

¿Y USTEDES QUÉ HACEN POR MÍ?


Por. José Raúl Ramírez Valencia. 
El título de este artículo suena a reclamo de niño malcriado, señorito satisfecho, jovencito mimado, ciudadano o feligrés insolente, dado que una de las falencias de la sociedad consiste en formar o mejor dicho en deformar a sus ciudadanos, hijos o estudiantes, por medio de la supuesta mentalidad de que a la persona hay que colocarle todo en las manos, saciar sus deseos, sin que ella aporte casi nada. En esta lógica, bien caben estos interrogantes-reclamos: ¿qué hacen la familia, el colegio, la universidad, la Iglesia, el Estado por mí? Según esta premisa, tanto hijos como ciudadanos son merecedores de casi todo y todo se les tiene que dar y garantizar, por la susodicha paternidad del Estado y su libre desarrollo de la personalidad. Parecería ser que la familia, el Estado, el colegio y la Iglesia, solo tuvieran razón de ser en cuanto son instituciones que otorgan todos los derechos pero muy tímidos e incipientes deberes.

Esta mentalidad se ha introducido en un buen número de jóvenes llamados “hijos de papi y mami” que reclaman todo para sí, pero poco se comprometen con las instituciones. Estos —hijos, ciudadanos, feligreses y estudiantes— critican tanto a las instituciones como a las personas que están al frente de ellas, pero poco aportan y se comprometen con casi nada, solo aducen sentido de pertenencia en cuanto les reporta privilegios y beneficios. Esta forma de pensar y de vivir va creando una supuesta cultura de que quien tiene derecho a todo tiene derecho a todos. Desde esta posición, las personas se vuelven insolentes, agresivas, egoístas, desconsideradas, abusivas y posesivas con las otras personas. Solo existen dos verbos para ellas: recibir y reclamar. Ya el presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy, pronunció con gran atino en su discurso de posesión de 1961: “No os preguntéis qué puede hacer vuestro país por vosotros, sino qué podéis hacer vosotros por él”. En este sentido, el compromiso personal en todas sus dimensiones es condición indispensable para el fortalecimiento de todas las instituciones.
Desde este mismo planteamiento traigo a colación al personaje creado por el escritor escocés James Matthew Barrie, llamado Peter Pan, un niño que puede volar pero que nunca crece, porque tiene miedo a hacerse adulto y afrontar los problemas de la madurez, realidad que en el enfoque teórico de la psicología se conoce como el síndrome de Peter Pan. Ahora bien, cuando la educación solo se centra en el sujeto acarrea dificultades de personalidad que desencadenan vicios sociales. ¿No será que este “antropocentrismo” está deteriorando y lacerando las instituciones, dado que estamos formando-deformando al sujeto con mínima responsabilidad y limitada capacidad de donación? Una “educación” así propicia un comportamiento egoísta, narcisista e inmaduro, donde la mayoría de las personas deben girar a su alrededor y en el que lo único importante es su comodidad; los otros son importantes en cuanto sirven “servilmente” a mi yo caprichoso e infantil. Alguna vez les escuché a unos padres de familia españoles esta expresión: “Nosotros nos hemos convertido en unos esclavos de nuestros hijos, trabajamos solo para cubrirles sus gustos, pero no recibimos nada a cambio”. Esta mentalidad de solo dar genera asistencialismo y dependencia. A este “antropocentrismo” hay que anteponerle la antropología del don, donde el don es apertura y reciprocidad, cuando hay donación hay encuentro y aceptación. Ante la cultura del individualismo y la autosuficiencia, la apuesta es por la cultura del don, que tiene su fundamento en una educación que supera el centralismo en el sujeto como mero receptor de privilegios con mínima apertura y actitud de donación hacia los demás.
Publicado en el periódico Vida Diocesana Julio 2013 

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