viernes, 24 de enero de 2014

Un extraño en casa llamado Dios humanado

Por José Raúl Ramírez Valencia

Hace más de dos mil años, el Hijo de Dios puso su morada entre nosotros. Desde entonces, el camino de Dios es el hombre, y el camino del hombre es Dios. San Agustín expresó esta verdad diciendo: “Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios”. Según Lluis Duch, monje y antropólogo, “Dios ha empalabrado el mundo”, es decir, lo ha dotado de sentido al tocarlo con su Palabra: su Hijo. Así, desde ese momento, hablamos de un Dios que se ha humanado y de un ser humano que se diviniza.
Por los avatares de la historia, ese Dios que se hizo hombre por amor a nosotros parece, en muchos momentos, ahogado, asfixiado, ignorado e incluso desconocido dentro de los propios escenarios de la religión, particularmente en el cristianismo. Así lo señala Lluis Duch en su libro Un extraño dentro de casa. Surge entonces una pregunta inquietante: ¿por qué el Dios humanado se siente extraño en su propia Iglesia? Según el autor, la respuesta radica en cómo los seres humanos lo representamos y hablamos de Él. La manera en que proyectamos nuestra imagen de Dios —a través de palabras, comportamientos y otros lenguajes comunicacionales— puede distorsionar su verdadera esencia. Esta representación deficiente no solo lo desfigura, sino que provoca una crisis de fe, llevando a algunos a abogar por una religión sin Dios o, al menos, sin Iglesia, pues perciben que esta última ha contribuido a desdibujarlo. En definitiva, la crisis de la Iglesia es una consecuencia directa de la crisis de la imagen de Dios. Entonces, ¿cómo hablas de Dios y cómo te comportas? Dime esto, y te diré cómo es tu Dios.

Desde otra perspectiva, el hombre postmoderno se percibe tan autosuficiente que le resulta difícil reconocer la presencia de Dios en la cotidianidad. Absorbido por múltiples ocupaciones que le brindan la ilusión de ser amo y señor de todo cuanto existe, pierde sensibilidad hacia lo trascendente. Más preocupante aún, incluso sabiendo de su presencia, decide ignorarla, rechazarla e incluso pisotearla, erigiéndose a sí mismo como su propio “Dios”. Esto evoca las palabras del Evangelio: “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron”.

Dios no solo es un extraño en el mundo, también lo es dentro de la Iglesia. En muchos existe un hastío hacia la Iglesia e, incluso, hacia Dios mismo, provocado por la imagen deformada, reductivista y caprichosa que se ha transmitido de Él. Este fenómeno tiene su raíz en no haber tomado en serio una verdad fundamental: que Dios se ha hecho hombre. Entonces, cabe preguntarse: ¿qué significa para el cristianismo que Dios se haya hecho hombre? ¿Qué implica que, como decía Juan Pablo II, el primer camino que la Iglesia debe recorrer sea el hombre?

Sin duda, la Iglesia, en diversas expresiones y a través de algunos de sus miembros bautizados, no ha sido siempre la casa del Dios humanado. Su manera de manifestarse al mundo, así como ciertos momentos históricos, han llevado a poner el énfasis en ritualismos, dogmatismos o enfoques leseferistas, que han resultado en antropologías reductivistas. Esto no solo ha hecho de Dios un ser extraño para el hombre, sino también del hombre un extraño ante Dios. ¡Qué paradójico! Un Dios extraño en su propia casa.

Más aún, quizás este Dios “aburrido” en su propia Iglesia sea el reflejo de celebraciones sosas, doctrinas excesivamente fundamentalistas o relativismos que ahogan el rigor del amor. En ocasiones, se opta por una rigidez exagerada que impide que la santidad fluya de manera natural en la cotidianidad.

Que Dios se sienta extraño es apenas un síntoma; incluso, podríamos decir, utilizando un lenguaje metafórico, que llega a sentirse como un “intruso”. Esto sucede porque intentamos encerrarlo en nuestros propios esquemas mentales, en monopolios moralistas y dinastías jerárquicas. De hecho, casi podría hablarse de un “secuestro” de Dios, entendiendo por ello el privarlo de su libertad, no permitiéndole ser ni actuar conforme a su verdadera naturaleza: un Dios hecho hombre.

Examinemos nuestro ser y nuestro actuar para evitar que el Dios humanado se sienta extraño en la casa que lleva su nombre: diócesis, parroquia, empresa, universidad, ciudad o familia. Aún más, cuidemos que no se sienta extraño en la liturgia, en el sacerdote, en el laico o en la vida consagrada. Sería profundamente controvertido que, mientras preparamos su venida, al final tuviéramos que admitir, como Lluis Duch, que Dios es “un extraño dentro de la casa”. No permitamos que las palabras del Evangelio se repitan en nosotros: “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron”.

POSDATA: Curioso, ¿no? El Dios que vino a liberar al hombre ahora parece necesitar ser liberado. Necesitamos revisar nuestras prioridades antes de que el Dios humanado termine pidiendo permiso para quedarse en su propia casa.

Publicado en el periódico Vida Diocesana Diciembre 2012 

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