Pbro. José Raúl Ramírez Valencia.
El
cine no sólo presenta ciencia ficción, también hace denuncia social; tal es el
caso de la película Diamantes de Sangre, del director Edward Zwick, donde se cuenta
la historia ruda y cruel del tráfico de diamantes en el norte de África,
concretamente en Sierra Leona. Es sorprendente cómo el director de esta
película va mostrando detalladamente la historia que se entreteje al lado de
esta preciada joya. Detrás de cada diamante hay una historia oscura de
esclavitud, violación de derechos humanos, niños obligados a participar en la
guerra, tráfico de armas; en definitiva, un grupo de personas que sólo buscan
riqueza sin moral alguna, el negocio por la riqueza, el fin justifica los
medios, diría Maquiavelo.
Quien
haya visto la película sin duda, no comprará un diamante sin antes no
cuestionarse de su procedencia y comercialización, y al ponérselo dará razón no
sólo del valor comercial, sino también social y moral de esta piedra preciosa. Diamantes de sangre es una película que
llama a la acción social, al pensamiento crítico, a una ética del consumidor.
El
eslogan tan común de lo bueno, bonito y barato hay que complementarlo con
procedencia y comercialización justas. A
veces con sólo pensar en lo bueno, bonito y barato caemos en los juegos del
capitalismo sin moral, llamado capitalismo salvaje; lo importante, es la oferta
y la demanda, sin cuestionar las condiciones de los trabajadores, ni los modos
de comercialización.
Volviendo
a los diamantes, en el año 2003 se creó el proceso de garantías Kimberly, donde
un sinnúmero de países se comprometieron en no adquirir ni comercializar diamantes
manchados de sangre. El diamante que se adquiera o se comercialice debe cumplir
con el mínimo de requisitos, tales como el respeto a los derechos humanos, el
sano empleo, la justicia social con el trabajador, que no provenga de tráfico
de armas, cumplidos estos requisitos y otros más, el diamante es objeto de
compra y comercialización. Otro ejemplo más: cada año las empresas cultivadores
de flores reciben la auditoria para recibir lo que se denomina el sello verde.
Esta patente da garantía a los compradores europeos que tanto el ambiente
laboral como el ambiental en que se cultivan las flores es digno y no hay
ningún abuso ni con el trabajador ni con el medio ambiente.
Ilusos
somos si aceptamos que el problema de la sociedad de consumo es simplemente
dejar de comprar cosas inoficiosas, que no necesitemos o lujosas simplemente,
pero el problema va más allá. Es un problema de ética y de conciencia. Ya el
Papa lo decía en su última encíclica: Caritas
in veritate, “consumir, al igual que
invertir no sólo tiene un valor económico sino también moral” por ello sugería
crear la asociación de consumidores, no precisamente para consumir más, sino
para consumir con ética, conscientes de lo que se compra y de la proveniencia
de lo que se compra, además de los daños colaterales al medio ambiente que
puede producir el consumir determinado producto. ¿Será que es justo utilizar una prenda o
tomarme una bebida, o comprar un electrodoméstico cuando detrás puede haber
explotación humana y violación de los derechos humanos? O ¿comprar un producto
que está degradando el medio ambiente? Por ello no basta con lo bueno, bonito y
barato es necesario ir más allá: hacia
una ética del consumidor.
Publicado en el periódico Vida Diocesana. N. 125 Enero- Febrero 2010
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