José Raúl Ramírez Valencia.
Parafraseando
a san Agustín se podría decir con respecto al tiempo: ¿qué es? Si me lo
preguntan, no sé, porque cuando respondo «el tiempo ya pasó», concluyo, por
tanto, que el tiempo es un presente del pasado (memoria), un presente del
futuro (visión), y un presente del presente (actualidad).
El
tiempo une el pasado y el futuro, no es solo un instante. Hoy con la idolatría
de la velocidad estamos cayendo en lo que Michel Maffesoli, sociólogo francés,
llama tiempo de puntilla, solo
interesa el instante, sin ningún pasado ni futuro; un tiempo presentista, solo
un punto, a diferencia de la línea que presenta continuidad, tiene un antes y
un después. Cuando la vida es solo instante no hay proyecto, ni raíces, ni
bases que den razón de lo que somos y de lo que queremos. Esta mentalidad del «instante»
se nos ha metido hasta los tuétanos; parecería ser que cada mes o cada año es
solo un presente sin pasado y sin futuro. De igual manera las relaciones solo
son instantes sin ningún horizonte de compromiso, incluso un hijo, un
matrimonio son cuestiones de instantes fugaces.
Lo
que ha llevado a que vivamos solo en el tiempo de punto es la idolatría,
dictadura y obsesión por la velocidad. Idolatría, nuestro «culto» es al «dios»
de la eficiencia y eficacia, todo tiene que ser en el menor tiempo posible; dictadura,
la velocidad impone sus leyes a todo lo cotidiano. Compartir en familia,
descansar y sacar tiempo para el ocio se han convertido en privilegios divinos,
dado que al ser humano solo le corresponde obedecer a la matrona llamada
velocidad que en todo se mete y todo lo controla, pero no hay poder que la
controle a ella, y la obsesión se ve reflejada en la preocupación constante por
no «perder» tiempo. La lentitud, el reposo, la serenidad y la pausa no tienen
cabida en esta cultura de la velocidad. No tenemos tiempo para nada, ni
siquiera para lo más importante, el tiempo es un medio y lo hemos vuelto un
fin, vivimos para el tiempo, no nos servimos del tiempo. Empezamos a leer un
libro y no lo disfrutamos, terminarlo es lo importante; no hemos culminado una carrera
y empezamos la otra, estamos en octubre y lo queremos vivir como si fuera
diciembre; aprendemos un idioma y ya tenemos que saber otro, salimos de paseo y
hay que llegar lo más pronto posible. Pareciera ser que estamos viviendo el
síndrome de la fórmula uno, todo tiene que ser veloz, no podemos perder una
milésima de segundo, somos súbditos de la velocidad. Cuando alguien no tiene
tiempo para lo fundamental siempre será un hijo de las circunstancias, más no
su señor.
No
siempre el que va más rápido es el mejor. La velocidad puede extraviar y
retrasar la felicidad y la realización personal, ¿será que felicidad y
velocidad son directamente proporcionales?, ¿sí será que la pausa y la lentitud
son una tragedia? El tiempo nos instrumentalizó, cosificó, masificó,
despersonalizó. Paradójico, pero real, por ir con tanto afán y de tanta prisa
en una mañana nos tocará ir tras la búsqueda del tiempo perdido.
Ya
llega la Navidad, donde el Dios eterno irrumpe en la historia. Por eso la
celebración de la Navidad no la podemos celebrar con prisa, ni concebirla solo
como un instante. La Encarnación del Verbo no solo plenifica el pasado, también
colma de sentido al futuro.
Publicado
en el periódico Vida Diocesana. N. 151. Diciembre 2013 ISSN 2248-24
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