jueves, 23 de enero de 2014

LA DICTADURA DE LA VELOCIDAD, UN MONSTRUO POR DESENMASCARAR

 José Raúl Ramírez Valencia. 

Parafraseando a san Agustín se podría decir con respecto al tiempo: ¿qué es? Si me lo preguntan, no sé, porque cuando respondo «el tiempo ya pasó», concluyo, por tanto, que el tiempo es un presente del pasado (memoria), un presente del futuro (visión), y un presente del presente (actualidad).
El tiempo une el pasado y el futuro, no es solo un instante. Hoy con la idolatría de la velocidad estamos cayendo en lo que Michel Maffesoli, sociólogo francés, llama tiempo de puntilla, solo interesa el instante, sin ningún pasado ni futuro; un tiempo presentista, solo un punto, a diferencia de la línea que presenta continuidad, tiene un antes y un después. Cuando la vida es solo instante no hay proyecto, ni raíces, ni bases que den razón de lo que somos y de lo que queremos. Esta mentalidad del «instante» se nos ha metido hasta los tuétanos; parecería ser que cada mes o cada año es solo un presente sin pasado y sin futuro. De igual manera las relaciones solo son instantes sin ningún horizonte de compromiso, incluso un hijo, un matrimonio son cuestiones de instantes fugaces.
Lo que ha llevado a que vivamos solo en el tiempo de punto es la idolatría, dictadura y obsesión por la velocidad. Idolatría, nuestro «culto» es al «dios» de la eficiencia y eficacia, todo tiene que ser en el menor tiempo posible; dictadura, la velocidad impone sus leyes a todo lo cotidiano. Compartir en familia, descansar y sacar tiempo para el ocio se han convertido en privilegios divinos, dado que al ser humano solo le corresponde obedecer a la matrona llamada velocidad que en todo se mete y todo lo controla, pero no hay poder que la controle a ella, y la obsesión se ve reflejada en la preocupación constante por no «perder» tiempo. La lentitud, el reposo, la serenidad y la pausa no tienen cabida en esta cultura de la velocidad. No tenemos tiempo para nada, ni siquiera para lo más importante, el tiempo es un medio y lo hemos vuelto un fin, vivimos para el tiempo, no nos servimos del tiempo. Empezamos a leer un libro y no lo disfrutamos, terminarlo es lo importante; no hemos culminado una carrera y empezamos la otra, estamos en octubre y lo queremos vivir como si fuera diciembre; aprendemos un idioma y ya tenemos que saber otro, salimos de paseo y hay que llegar lo más pronto posible. Pareciera ser que estamos viviendo el síndrome de la fórmula uno, todo tiene que ser veloz, no podemos perder una milésima de segundo, somos súbditos de la velocidad. Cuando alguien no tiene tiempo para lo fundamental siempre será un hijo de las circunstancias, más no su señor.
No siempre el que va más rápido es el mejor. La velocidad puede extraviar y retrasar la felicidad y la realización personal, ¿será que felicidad y velocidad son directamente proporcionales?, ¿sí será que la pausa y la lentitud son una tragedia? El tiempo nos instrumentalizó, cosificó, masificó, despersonalizó. Paradójico, pero real, por ir con tanto afán y de tanta prisa en una mañana nos tocará ir tras la búsqueda del tiempo perdido.
Ya llega la Navidad, donde el Dios eterno irrumpe en la historia. Por eso la celebración de la Navidad no la podemos celebrar con prisa, ni concebirla solo como un instante. La Encarnación del Verbo no solo plenifica el pasado, también colma de sentido al futuro.
Publicado en el periódico Vida Diocesana. N. 151. Diciembre 2013 ISSN 2248-24

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