viernes, 24 de enero de 2014

NAVIDAD LÍQUIDA

Por José Raúl Ramírez Valencia 

Mundo líquido, sociedad líquida, tiempos líquidos, amores líquidos, relaciones líquidas: estas son expresiones que Zygmunt Bauman ha introducido en el ámbito académico y social. Pero ¿qué significado tienen realmente? Una metáfora esclarecedora de esta realidad es la que ofrece Emerson: “Cuando patinamos sobre hielo quebradizo, nuestra seguridad depende de nuestra velocidad”. Aquí se destacan dos imágenes potentes: el hielo quebradizo y la velocidad. Esto nos sitúa en un mundo frágil y resbaladizo, inestable y mutable. Incluso la navidad ha adquirido un carácter líquido, desprovista de fondo y fundamento. En este contexto, el único mecanismo de supervivencia parece ser vivir con rapidez, adaptándonos constantemente a una sociedad líquida y vertiginosa.
La velocidad está intrínsecamente ligada a la capacidad —y a la obligación— de consumir. En esta dinámica, quien no consume no solo se detiene, sino que también queda excluido. Basta con observar nuestra realidad: en el momento en que aprendemos a manejar un computador, un celular u otro dispositivo tecnológico de última generación, ese mismo aparato ya se ha vuelto obsoleto. Este es el núcleo del mundo líquido: la fugacidad de las cosas.

De manera similar, las relaciones afectivas, matrimoniales y religiosas solo conservan su relevancia mientras sean rápidas, efímeras y desprovistas de un fundamento sólido. En este contexto, la velocidad, irónicamente, se erige como la mayor garantía de seguridad en una sociedad líquida. La existencia se transforma así en un ciclo interminable de comienzos y finales, donde lo que importa no es tanto empezar, sino concluir. No queda lugar para la estabilidad: todo fluye, se desvanece y se disuelve en la fugacidad.

Paradójicamente, la Navidad, ese misterio fundante y fundamental que partió la historia en dos, se ha visto impregnada por las características de los tiempos líquidos. Basta con observar cómo celebramos el 25 de diciembre: una “fiesta familiar” centrada en el intercambio de regalos, la cena y otros rituales en los que, irónicamente, el gran ausente parece ser el Niño Jesús.

El nacimiento del Salvador se ha transformado en el principal pretexto para el consumismo, hasta el punto de que la Navidad parece carecer de sentido si no hay regalos. Incluso, gran parte de nuestros esfuerzos pastorales se concentran en la obtención de obsequios, expresados en frases como: “haga feliz a un niño, done un regalo”. Si bien estas prácticas poseen un innegable valor cultural y humano, corremos el peligro de que lo superficial oculte lo trascendental, de que lo accesorio termine eclipsando lo esencial.

Lo que alguna vez fue el esfuerzo por cristianizar una fiesta pagana, el Natalis Solis Invicti o nacimiento del sol invencible, parece estar invirtiendo su curso en estos avatares de la historia: ahora somos testigos de la paganización de una celebración cristiana. El filósofo español Julián Marías, con notable lucidez, señalaba en su análisis de las infidelidades del cristianismo: “Hay una expresión, de la que se habla mucho, que es la de la secularización del mundo. Es verdad, existe, pero hay algo más grave todavía, y es la secularización de la religión misma”. En este sentido, una Navidad secularizada no es más que una religión vaciada de su sustancia, reducida a formas sin contenido.

Desde esta perspectiva, la celebración del nacimiento del Verbo Encarnado, fundamento sólido de la historia y de nuestra fe, ha caído, en cierto modo, en la secularización. Es decir, se ha convertido en una Navidad sin el Verbo Encarnado, o en un cristianismo meramente cultural, pero sin Cristo. Ante este fenómeno de mundos, tiempos, amores, instituciones y, por supuesto, navidades líquidas, resulta indispensable recuperar el sentido originario de la Navidad: un acontecimiento profundo que da sentido pleno a toda nuestra existencia.

Publicado en el periódico Vida Diocesana N. 124. Noviembre – Diciembre 2009


No hay comentarios:

Publicar un comentario