miércoles, 1 de febrero de 2017

DE LA DIOSA DIFERENCIA A LA DIOSA OPINIÓN

Por José Raúl Ramírez Valencia. 

Si de algo padecemos hoy en día, es del síndrome de la opinión. Buen número de personas creen saber de todo y además se otorgan la licencia para decir de todo a todos, sin tener siquiera el mínimo de prudencia. En el peor de los casos, inclusive, hacen uso de la engreída diferencia, que en estas últimas décadas se ha endiosado tanto que se abroga el derecho y la potestad de cometer los más abruptos abusos a la integridad de las personas. Pareciera que en aras de la diferencia se inmolan los más elementales valores del respeto y de la convivencia, cuando debería ser lo contrario.
Muchos argumentan, pues, que como somos diferentes todo se nos permite y todo adquiere el estatus de válido y verdadero. 

Si la diferencia es una engreída diosa del momento, su lacayo más próximo es la opinión: en su nombre justificamos tener la supuesta facultad para ofender, irrespetar, vituperar, maltratar y denigrar al otro, cuando debería ser para protegerlo. Paradójicamente, ensalzamos y hacemos alarde de su majestad la diferencia, pero en algunos casos la utilizamos para convertirnos en feroces jueces del prójimo. ¡Qué contrates!, absolutizamos la diferencia, pero somos jueces y magistrados intolerantes del otro. Además, en nombre de la opinión sacrificamos la verdad; altaneramente decimos que cada cual tiene su punto de vista y por eso hay que respetarlo, aunque sea lo más estúpido y estrafalario, aunque se inmole la objetividad o el sentido común, un asunto que algunas corrientes filosóficas lo dan por superado. 

Aún más, de la misma manera que se opina sobre fútbol, deporte en que casi todos los aficionados se creen técnicos, algunas personas piensan también que cuentan con la misma autoridad y derecho para opinar sobre temas de iglesia, política, filosofía, teología y economía. Luego, todas estas opiniones van apareciendo como la suprema verdad, quedado a la merced y como súbditos de la dictadura de la opinión. Para opinar hay que conocer, estudiar y reflexionar, no basta con gustar del tema. La premisa de Descartes —pienso luego, existo— ha sido modificada: opino, luego existo, pues quien no opina no existe, no tiene reconocimiento, ni estatus. A mayor opinión, mayor prestigio. Solo por citar un ejemplo, cuando Rodolfo Llinás, reconocido científico en el campo de la neurociencia, da a conocer algún hallazgo en esta materia, de inmediato algunos periodistas consultan la opinión de algún deportista acerca del tópico, y lo que diga el entrevistado lo toman como válido. Así lo más risible, extravagante y contradictorio, cuando quien está opinando es una persona sin ninguna base científica y sin ningún criterio sobre el tema, pero hay que aceptarla y respetarla solo porque es su opinión. 

El mes pasado murió Umberto Eco, experto en semiótica, escritor, profesor, periodista, filósofo, conocido por sus obras El Nombre de la Rosa y El Péndulo de Foucault, además gran crítico de las redes sociales, quien en una entrevista al diario La Stampa afirmó: «Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos rápidamente eran silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio nobel. Es la invasión de los imbéciles». Y en otra entrevista, no con menor sarcasmo, apuntó: «Si la televisión había promovido al tonto del pueblo, ante el cual el espectador se sentía superior, (…) el drama de Internet es el que ha promovido al tonto del pueblo como el portador de la verdad». Estos pensamientos son contundentes y agudos que hacen un llamado de atención para no idolatrar la opinión solo porque es opinión, pero también están advirtiendo sobre la cantidad de opiniones que aparecen en las redes sociales sin ninguna mesura ni análisis previo. 


POSDATA: el ser diferente no me hace amo y señor del otro. La opinión tiene un límite: la dignidad del otro. 

Artículo publicado en el periódico vida diocesana en el mes de marzo

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