Por José Raúl Ramírez Valencia
Vivimos en una sociedad enferma y enrarecida por los “mequetrefes
psicodélicos” que se pelean el protagonismo entre un buen número de consejos y
comités, ya sean de tipo religioso, civil o estatal: los solemnes aduladores y
los malcriados criticones. Respiramos aduladores por doquier, quizás sea por la
baja autoestima o por hiperbólica subjetividad. Junto a este número de
aduladores, aparecen los criticones inconformes, pesimistas engreídos, que
intoxican y contaminan la atmosfera de la realidad. Dos fuegos cruzados y
polarizados: la adulación engañosa, falaz y torpe, y la crítica orgullosa, petulante,
sin conmiseración alguna.
La adulación, enajena-aliena, estropea y nubla los
ambientes institucionales; mientras que la crítica inmisericorde o la infantil
crítica, hiere-lacera la sociedad, ocasionando parálisis y fisuras organizacionales.
Yo te adulo para que tú me adules, parecería
ser la lógica reinante en algunos comités organizacionales. El adulador es un solemne
embustero maquillador que en no pocas ocasiones esconde una agenda secreta o un
deseo manipulador.
Sin duda alguna, muchos jeques del momento no subsisten sin
los flamantes aduladores, pues entre la adulación y la traición la distancia es
insignificante. A mayor adulación, menor objetividad. Ante esta analgésica situación,
toman peso las palabras de Séneca: “Prefiero molestar con la verdad a complacer
con adulaciones”. “Solo para pensar: a las abejas las dispersan echándoles
humo”; ojo, el humo nubla-enceguece-distrae.
El engreído pesimista criticón, a diferencia del adulador,
percibe la realidad grisácea, caótica y llena de agujeros negros con una falaz perspectiva
de esperanza. Su mundo interior es tan opaco y confuso que hasta su misma
sombra se convierte en punto blanco al cual hay que atacar sin recato alguno. El
criticón cree que cuando critica “crea” o hiere las circunstancias, cuando en
su más triste y sofista condición, se manifiesta como náufrago insatisfecho sin
horizonte alguno; como criticón, no añora soluciones, solo problemas para no
desentonar con su dramática personalidad. ¿Será que entre los comités, consejos
y juntas que tienen los jefes del momento existen muchos solemnes aduladores-embusteros
y criticones-engreídos-pesimistas? Frente a esta “situación analgésica o
analgésica situación” ¿cómo encontrar el punto medio?
Urge la personalidad perentoria del hombre sensato. Mientras
que los aduladores y engreídos criticones producen ruidos estridentes y nudos
en las discusiones, el hombre sensato, con su inquietante tranquilidad, suscita sinfonía en el actuar e
interviene en la realidad, saturándola de sentido y objetividad. El hombre
sensato no es el estático, ni el parsimonioso, ni mucho menos el apasionado
turbulento del momento, al contrario, es el hombre libre que sondea las realidades
apremiantes y emancipadoras de cada persona y las circunstancias sociales desafiantes,
con la inquietante y tranquila voz de la responsabilidad amasada y amalgamada
por la verdad y bien de cada persona y de cada institución.
Ahora bien, ¿cómo defendernos de los “mequetrefes
psicodélicos?” La respuesta más provocadora proviene del emperador romano Marco
Aurelio, que mientras luchaba en las campañas escribía en las noches su obra Meditaciones, donde su estoicismo,
escuela filosófica a la cual pertenecía, le susurraba con atinado acento: “Una
forma de defenderte de los enemigos es no parecerte a ellos”. La sentencia es
imperativa: si quieres que las instituciones no padezcan paquidermia, no hagas
lo que ellos hacen. El problema aún es más magno de lo que pensamos, pues señalemos
a los otros de aduladores y criticones-egoístas, sin darnos cuenta de que todos
manifestamos a través de nuestro inconsciente social mucho de lo uno y de lo
otro. Necesitamos héroes de la sensatez,
¿te animas?
POSDATA: ¿a quiénes tenemos en nuestros comités? La
responsabilidad social del filósofo es poner a pensar.
Artículo publicado en el periódico vida diocesana. julio 2018
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