martes, 18 de diciembre de 2018

INQUILINOS DE NOSOTROS MISMOS


José Raúl Ramírez Valencia 

José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, afirma: «Estamos padeciendo un fenómeno fácil de enunciar pero no de analizar: el hecho de la aglomeración, del lleno. Las ciudades están llenas de gente, las casas llenas de inquilinos, los hospitales llenos de enfermos, los cafés llenos de consumidores […] lo que antes no solía ser problema, empieza a serlo casi de continuo: encontrar sitio» (p. 375, IV).

Por su parte, Etty Hillesum, judía holandesa, quien perdió la vida en los campos de concentración, acuño la expresión atasco espiritual, para describir un estado emocional caracterizado por la falta de paz y de libertad interior que impiden el encuentro consigo mismo y con Dios. Aglomeraciones externas y atasco espiritual son dos realidades que abruman al hombre contemporáneo, pero que, en esencia, expresan una misma realidad: ausencia de sitio.

El hombre de hoy enfrenta una mutación antropológica causada por la escasez de interioridad, como insinuaba el papa Benedicto XVI. La sociedad adolece paradójicamente de una llenura vacía: una acumulación de estímulos exteriores que no satisface, quien busca sitios desde lo externo los encontrará siempre ocupados. En cambio, quien los busca desde la interioridad abre espacios en su ser y en el mundo. Este es el núcleo del problema: una intimidad deshabitada que, en no pocas ocasiones, termina invadida. La dictadura de lo externo nos tiene atrapados en un atasco espiritual que confunde y estrecha las rutas hacia ese lugar seguro de la interioridad. Irónicamente, habitamos la propia morada como inquilinos, pidiendo permiso para estar en lo más propio de nosotros mismos.

La interioridad es una dimensión antropológica esencial, una morada donde nos encontramos con lo que somos y, a la vez, trascendemos ese ser hacia nuevas posibilidades. Es el lugar donde los pensamientos y sentimientos se transforman en proyectos serenados por la íntimidad. La interioridad unifica, y desde ella surgen las motivaciones más profundas y audaces del ser humano. En suma, la interioridad es ese adentro de la persona que recrea el mundo exterior. Al respecto,  afirma Hillesum en su diario: «No creo que podamos mejorar nada en el mundo exterior, sin haber primero hecho nuestra parte dentro de nosotros mismos». En sintonía, San Agustín, comentando el Salmo 108, escribía: «Solo puede encender a los demás quien dentro de sí tiene algo».

Desde esta perspectiva, la espiritualidad no es una vía de escape, sino una expresión auténtica de la vida interior. Es un proceso que desarraiga al ser humano del terreno de los apegos y las apariencias, permitiéndole peregrinar hacia la gramática de la realidad, interpretada y escrita con los caracteres de una intimidad moldeada por la interioridad.
  
Sin duda, toda crisis personal encuentra su origen en una interioridad confusa o deficiente. La ausencia de interioridad da lugar a un pseudo-yo, una máscara que sustituye al ser auténtico. Sin interioridad, los valores se vacían de significado y se convierten en pseudo-valores; emergen pseudo-bondades, pseudo-verdades y pseudo-virtudes. En cambio, a mayor interioridad, mayor autenticidad espiritual y humana.

Cómo cultivar la interioridad? A través de la reflexión y el silencio. Estas prácticas irrumpen en la hegemonía del mundo externo, reordenando las prioridades y ubicando en su lugar adecuado las motivaciones personales. Sin silencio, la reflexión se vuelve superficial, y sin reflexión, el discernimiento es imposible; en consecuencia, no puede haber verdadera espiritualidad. Ortega y Gasset lo expresó con claridad: «Solo sabe de intimidad quien sabe de soledad: son potencias recíprocas» (p. 139, IV).

Recordemos que, paradójicamente, cuando el Hijo de Dios vino al mundo no encontró sitio alguno, todo estaba lleno reflejo del atasco espiritual que aquejaban a los hombres de aquella época. Quiera hoy que el niño de Belén encuentre sitio en la morada interior, ya que muchas moradas personales están ocupdas por la Navidad, pero vacias del niño que le da sentido. Esperamos que el niño Jesús no sea un inquilino relegado en el castillo interior, sino el huesped que habite y transforme la morada interior de cada uno de nosotros. Como decía Henry de Lubac: «el hombre es misterio en el misterio», pero para contemplar-comprender al hombre en el niño de Belén hay que «vaciarnos de Dios para alcanzar la verdad, es decir, deshacernos de nuestras ideas de Dios y pensamientos sobre Dios para permitir que Él simplemente sea en nosotros». En el acontecimiento de Belén sobran las palabras, resplandece el Verbo; dejemos, entonces, que el niño de Belén encuentre sitio en nosotros.

POSDATA: ¿atasca o desatasca la Navidad? Una pregunta reveladora. Quizas el niño de Belén desatasque tanta pseudo celebración que atasca lo profundamente humano. 

1 comentario:

  1. Paz y Bien
    Estimado Raúl, saludo cordial. Excelente reflexión, felicitaciones.

    ResponderEliminar