José
Raúl Ramírez Valencia
José Ortega y Gasset en su obra La rebelión de las masas, afirma: «Estamos padeciendo un fenómeno
fácil de enunciar pero no de analizar: el hecho de la aglomeración, del lleno.
Las ciudades están llenas de gente, las casas llenas de inquilinos, los
hospitales llenos de enfermos, los cafés llenos de consumidores […] lo que
antes no solía ser problema, empieza a serlo casi de continuo: encontrar sitio»
(p. 375, IV).
Etty Hillesum, judía holandesa, quien murió en los campos
de concentración, utiliza la expresión atasco
espiritual, para referirse a una situación emocional que manifiesta la
falta de paz y de libertad interior que impiden el encuentro consigo mismo y
con Dios. Aglomeraciones y atasco espiritual, dos realidades que abruman al
hombre contemporáneo y que expresan una misma realidad: ausencia de sitio.
El hombre de hoy padece una mutación antropológica a
causa de la incipiente interioridad, insinuaba el papa Benedicto XVI. La sociedad
adolece de llenura individual, a causa de la poca interioridad; quien busca
sitios desde la exterioridad encontrará ocupados sus espacios, quien los busca
desde la interioridad, su espacio personal y social estará a su disposición. He
aquí el núcleo del problema: una intimidad deshabitada y en no pocas ocasiones,
invadida. Vivimos bajo la dictadura de lo que acontece fuera de nosotros y a su
vez en un atasco espiritual que desespera, confunde, obstruye y estrecha las
rutas que conducen libremente hacia ese sitio-puerto seguro que es la
interioridad, es decir, vivimos en un inquilinato personal, donde irónicamente tenemos
que pedir permiso para habitar lo propio de nosotros.
La interioridad es una dimensión antropológica esencial,
morada donde nos encontramos con lo que somos, y a la vez desbordamos ese ser
que somos; morada también, donde los sentimientos y pensamientos se hacen
proyectos serenados por la locuaz intimidad. La interioridad unifica y hace surgir
las profundas y audaces motivaciones existenciales del ser humano. En suma, la interioridad
es ese adentro de la persona que necesita un afuera para recrear el mundo
exterior. Al respecto, afirma Hillesum en su diario: «No creo que podamos
mejorar nada en el mundo exterior, sin haber primero hecho nuestra parte dentro
de nosotros mismos» y San Agustín, comentando el Salmo 108, escribe: «Solo
puede encender a los demás quien dentro de sí tiene algo». Desde este punto de
vista, la espiritualidad expresa la vida interior que suscita desarraigo del
terruño de los apegos y de las apariencias, para peregrinar hacia la gramática
de la realidad interpretada y escrita con los caracteres de la intimidad
forjada por la interioridad.
Sin duda alguna, toda crisis personal tiene su asiento en
una deficiente y confusa interioridad. Más aún, sin interioridad habrá un pseudo
yo, no un auténtico yo. Podemos parecer personas creyentes, pero vacías de
interioridad; incluso creer que amamos, sin ningún atisbo de espiritualidad.
Todo valor sin la morada de la interioridad se convierte en pseudo valor,
aparecen así las pseudo bondades, verdades, virtudes... Cuando escasea la
interioridad, el yo se camufla en falsas espiritualidades; a mayor interioridad
mayor espiritualidad y mejor apropiación de lo humano propiamente.
¿Cómo cultivar la interioridad? A través de la reflexión
y del silencio. El silencio y la meditación irrumpen en la hegemonía del mundo
externo y ubican en el lugar adecuado las motivaciones de cada persona. Sin silencio
es imposible la reflexión y el discernimiento, por tanto, no hay espiritualidad.
«Solo sabe de intimidad quien sabe de soledad: son potencias recíprocas» (Ortega
y Gasset, p. 139, IV).
Recordemos que, paradójicamente, cuando el Hijo de Dios
vino al mundo no encontró sitio alguno, todo estaba lleno a causa del atasco
espiritual que padecían los hombres de aquel entonces. Quiera hoy que el niño
de Belén encuentre sitio en la morada interior, ya que muchas moradas
personales están invadidas por la Navidad, mas no por el niño de la Navidad. Esperamos
que el niño Jesús no sea un inquilino arrinconado en el castillo interior, sino
alguien que habite y ordene la morada interior de cada uno de nosotros. Decía Henry
de Lubac: «el hombre es misterio en el misterio», pero para contemplar-comprender
al hombre en el niño de Belén hay que «vaciarnos de Dios para alcanzar la
verdad, es decir, deshacernos de nuestras ideas de Dios y pensamientos sobre
Dios para permitir que Él simplemente sea en nosotros». En el acontecimiento de
Belén sobran las palabras, resplandece el Verbo; dejemos que el niño de Belén
encuentre sitio en nosotros.
POSDATA: ¿atasca o desatasca la Navidad? Interesante
pregunta. Pueda ser que el niño de Belén desatasque tanta pseudo espiritualidad
que atasca lo profundamente humano.
Paz y Bien
ResponderEliminarEstimado Raúl, saludo cordial. Excelente reflexión, felicitaciones.