Por José Raúl Ramírez Valencia
La mañana estaba tranquila, algunos iniciaban las labores con el entusiasmo propio de los lunes, otros con la fatiga que aún les quedaba del fin de la semana. Ya no sabemos, si descasamos o nos estresamos más con tantas cosas por hacer durante un fin de semana. En fin, al menos en apariencia.
Quizás no para un niño de siete
años que, en vez de ir al colegio, se dirigía al hospital junto con su padre a
visitar a su madre que padecía la cruel enfermedad del cáncer desde hacía algún
tiempo. El niño caminaba despacio, aferrado a la mano de su padre, como quien se
dirige a lo desconocido; su mirada, cargada de zozobro, buscaba respuestas en lo
insólito del porqué de la enfermedad de su ser más querido, pero las únicas certezas
las encontró en aquel rostro que hablaba más con la fe que con las palabras. Su
madre era joven, bella y llena de esperanza; sin embargo, era una mujer
realista, con los pies puestos en la tierra. A pesar de su situación, soñaba con
ver crecer a su hijo, acompañarlo en su adolescencia, presenciar sus iniciativas
amorosas y escuchar de sus labios esas preguntas que solo el alma se atreve a hacer.
Ella era una mujer llena de fe,
aunque consciente de su enfermedad; no tenía apego a la vida, su corazón estaba
abierto a la vida eterna, y tenía la plena confianza de que, desde el cielo,
ella seguiría cuidado de él. Sentía que,
aunque había vivido poco, su tiempo había sido lo suficiente como para dejar
una huella, su amor había sembrado un mundo nuevo en su hijo.
El niño, con su inocencia realista,
entabló un dialogo sincero, profundo y conmovedor. La mamá enferma, con su
dulzura, al verlo preocupado cuando observaba su cuerpo postrado en una cama, rodeado
de aparatos conectados a ella, lo abrazó, mientras el niño, con el corazón
apretado, le preguntó si iba a morir. Entonces,
la mamá con voz serena, le dijo: -Dios es el dueño de la vida, y si él me llama,
debo ir, y me llevo lo más valioso que he hecho con ella, que ha sido darte la vida.
Regreso al dueño de la vida para
entregarle todo lo que he aprendido en este viaje que ha sido vivir, sobre
todo, para presentarte a ti. Tú eres lo más hermoso que he tenido, ahora te
llevo conmigo ante Dios para que juntos sigamos cuidando de ti. Mi ausencia será
una presencia distinta, invisible, pero cargada de bendiciones.
El niño no dijo nada, solo la miró,
como queriendo guardar su voz y su esperanza en lo hondo de su alma. La madre,
en su silencio, y con la valentía serena de quien sabe que debe partir, comprendió
que su hijo ya había entendido. Al
final, la madre, como signo de confianza, le pidió a su hijo que rezara. Tomándola
de las manos, y con el corazón unido al suyo, el niño le dirigió con inmensa
ternura esta oración a su querida madre: “Dulce madre, no te alejes, ven
conmigo a todas partes. Nunca solo me dejes. No me dejes en la vida, no me dejes
en la muerte, no me dejes solo ante el tribunal de Dios, Madre querida”.
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