Por José Raúl Ramírez Valencia.
Milán Kundera, en el libro La Despedida, cuenta que Lázaro fue un monje que vivió en Constantinopla en el siglo IX y que era un apasionado por el arte de la pintura. El placer por la pintura fue lo que lo llevó a ser torturado, no por los paganos propiamente, sino por los “malos cristianos”, que, escudados en un ascetismo recalcitrante, miraban con recelo cualquier muestra de aprecio por el buen gusto, como si el disfrutar un arte fuera una falta ética en sí misma. En nombre de la virtud el gozo era mal visto, especialmente cuando adoptaba formas de sibaritismo, entendidas como una inclinación por lo elegante, el buen gusto. No se trataba de ambición de la riqueza, sino de una sensibilidad hacia lo refinado.
La
ceguera frente al gusto exquisito llegó a tal extremo que el emperador Teófilo ordenó
la quema de numerosas esculturas y pinturas, incluso le prohibió a Lázaro
continuar pintado, bajo el pretexto de que lo veía demasiado feliz entregado al
placer de la pintura. Esta austeridad no toleraba ningún goce terrenal. El buen
gusto y el buen vivir eran considerados una desviación de la santidad.
Lázaro,
convencido de que glorificaba a Dios con sus pinturas, se negó a abandonar su
arte de pintar. Teófilo, al ver la actitud de Lázaro, lo encarceló y lo torturó,
ordenándole que abandonara el pincel. Sin embargo, Dios se compadeció de él y
le dio fuerzas para que siguiera pintando. Quien le prohíbe a Lázaro seguir pintado
lo hace en nombre de una supuesta moral cristiana. En no pocos casos, quienes
se presentan como guardianes de la virtud cristiana son, en realidad, personas
de mirada estrecha y con un pesimismo antropológico que malentiende la
invitación del evangelio a negarse a sí mismo. Esta postura revela una
comprensión limitada y distorsionada de lo que realmente significa la virtud y el
gozo, al punto de considerar el buen vivir y el gozo estético pecaminosos y
contrarios al querer de Dios. Tal mirada empobrece el concepto de virtud, de
santidad y vocación, dejando al descubierto una reducida visión religiosa y una
miopía institucional.
Desde
otro ámbito, el de la vocación en clave eclesial, se detecta una visión
empobrecida, al encasillar la acción vocacional a ciertas actividades parroquiales,
sin ampliar la visión hacia otras formas del quehacer pastoral. Circunscribir
la vocación religiosa a un conjunto cerrado de actividades, excluye y sesga la
comprensión del quehacer del ser humano a la luz del evangelio. Urge, por
tanto, una mirada más amplia e innovadora de la pluralidad de caminos desde los
cuales sea posible responder vocacionalmente a Dios y a la comunidad.
Por
otra parte, ver a una persona feliz en el ejercicio de su llamado debería ser
interpretado, no como una anomalía, sino como el signo más claro de una vida
coherente consigo misma. La vocación no puede reducirse a una lógica del
sacrificio, entendido como mera negación de sí; por el contrario, es la manifestación
en el que se despliegan los propios talentos y pasiones al servicio del bien
mayor y el espacio en que el ser humano encuentra su plenitud. La vocación es la
respuesta a lo que me es pedido en lo más profundo de mí mismo, no niega lo que
soy, lo potencializa. Esta comprensión exige: libertad, interioridad y respuesta
a una llamada que se manifiesta en cada uno de los talentos recibidos. Este modo
de entender la vocación, desafía las estructuras institucionales que pretenden encapsularla
en funciones específicas o roles predefinidos.
En
este sentido, ampliar nuestra mente implica superar una visión funcionalista
del llamado, y abrirnos a una comprensión más integral de la vocación como
aquello que da sentido e integra llamado con talento, permitiendo a la persona contribuir,
desde sus talentos, tanto a la cultura como a la comunidad de fe. Encerrar al
ser humano en moldes estrechos impide su crecimiento y empobrece las
instituciones que deberían acoger y potenciar la riqueza de los carismas
personales.
Por
último, hay quienes creen saber más de nosotros mismos que nosotros mismos, por
eso se atreven a decretar “en nombre de Dios”, qué nos hace más felices, sin
considerar nuestra voluntad ni carismas personales. Discernir qué es lo mejor para
una persona no es fácil; por eso, usar el nombre de Dios para imponer una
determinada visión resulta inapropiado y una forma sutil de abuso.
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