viernes, 3 de octubre de 2025

Lázaro y los moldes de la vocación.

 Por José Raúl Ramírez Valencia.

Milán Kundera, en el libro La Despedida, cuenta que Lázaro fue un monje que vivió en Constantinopla en el siglo IX y que era un apasionado por el arte de la pintura. El placer por la pintura fue lo que lo llevó a ser torturado, no por los paganos propiamente, sino por los “malos cristianos”, que, escudados en un ascetismo recalcitrante, miraban con recelo cualquier muestra de aprecio por el buen gusto, como si el disfrutar un arte fuera una falta ética en sí misma. En nombre de la virtud el gozo era mal visto, especialmente cuando adoptaba formas de sibaritismo, entendidas como una inclinación por lo elegante, el buen gusto. No se trataba de ambición de la riqueza, sino de una sensibilidad hacia lo refinado.

  

La ceguera frente al gusto exquisito llegó a tal extremo que el emperador Teófilo ordenó la quema de numerosas esculturas y pinturas, incluso le prohibió a Lázaro continuar pintado, bajo el pretexto de que lo veía demasiado feliz entregado al placer de la pintura. Esta austeridad no toleraba ningún goce terrenal. El buen gusto y el buen vivir eran considerados una desviación de la santidad.  

Lázaro, convencido de que glorificaba a Dios con sus pinturas, se negó a abandonar su arte de pintar. Teófilo, al ver la actitud de Lázaro, lo encarceló y lo torturó, ordenándole que abandonara el pincel. Sin embargo, Dios se compadeció de él y le dio fuerzas para que siguiera pintando. Quien le prohíbe a Lázaro seguir pintado lo hace en nombre de una supuesta moral cristiana. En no pocos casos, quienes se presentan como guardianes de la virtud cristiana son, en realidad, personas de mirada estrecha y con un pesimismo antropológico que malentiende la invitación del evangelio a negarse a sí mismo. Esta postura revela una comprensión limitada y distorsionada de lo que realmente significa la virtud y el gozo, al punto de considerar el buen vivir y el gozo estético pecaminosos y contrarios al querer de Dios. Tal mirada empobrece el concepto de virtud, de santidad y vocación, dejando al descubierto una reducida visión religiosa y una miopía institucional.    

Desde otro ámbito, el de la vocación en clave eclesial, se detecta una visión empobrecida, al encasillar la acción vocacional a ciertas actividades parroquiales, sin ampliar la visión hacia otras formas del quehacer pastoral. Circunscribir la vocación religiosa a un conjunto cerrado de actividades, excluye y sesga la comprensión del quehacer del ser humano a la luz del evangelio. Urge, por tanto, una mirada más amplia e innovadora de la pluralidad de caminos desde los cuales sea posible responder vocacionalmente a Dios y a la comunidad.

Por otra parte, ver a una persona feliz en el ejercicio de su llamado debería ser interpretado, no como una anomalía, sino como el signo más claro de una vida coherente consigo misma. La vocación no puede reducirse a una lógica del sacrificio, entendido como mera negación de sí; por el contrario, es la manifestación en el que se despliegan los propios talentos y pasiones al servicio del bien mayor y el espacio en que el ser humano encuentra su plenitud. La vocación es la respuesta a lo que me es pedido en lo más profundo de mí mismo, no niega lo que soy, lo potencializa. Esta comprensión exige: libertad, interioridad y respuesta a una llamada que se manifiesta en cada uno de los talentos recibidos. Este modo de entender la vocación, desafía las estructuras institucionales que pretenden encapsularla en funciones específicas o roles predefinidos.

En este sentido, ampliar nuestra mente implica superar una visión funcionalista del llamado, y abrirnos a una comprensión más integral de la vocación como aquello que da sentido e integra llamado con talento, permitiendo a la persona contribuir, desde sus talentos, tanto a la cultura como a la comunidad de fe. Encerrar al ser humano en moldes estrechos impide su crecimiento y empobrece las instituciones que deberían acoger y potenciar la riqueza de los carismas personales.

Por último, hay quienes creen saber más de nosotros mismos que nosotros mismos, por eso se atreven a decretar “en nombre de Dios”, qué nos hace más felices, sin considerar nuestra voluntad ni carismas personales. Discernir qué es lo mejor para una persona no es fácil; por eso, usar el nombre de Dios para imponer una determinada visión resulta inapropiado y una forma sutil de abuso.  

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