Por José Raúl Ramírez Valencia
«Cada uno es hijo de sus obras, le dijo el caballero de la Mancha a Andrés. -Es verdad- respondió Andrés- pero, mi Señor, ¿de qué obras es hijo, si me niega mi sueldo, mi sudor y mi trabajo?» Este diálogo pertenece al capítulo IV de la célebre novela El Quijote de la Mancha, donde el ingenioso hidalgo se cruza en el camino con un campesino que tiene amarrado a un joven llamado Andrés a un poste castigándolo sin piedad. A cada azote que lacera su cuerpo, el campesino lo aconseja: «hable menos y cuide más». El problema era que todos los días al campesino de nombre Juan Haldudo, además rico y vecino del Quintanar, le faltaba una oveja por descuido de Andrés. Al presenciar esta escena, el caballero de la armadura pesada ordena a Haldudo que cese el castigo.
Con la nobleza de su corazón y la altivez
de su carácter, don Quijote se presenta como «el valeroso don Quijote de la Mancha,
el deshacedor de ofensas e injusticias», exigiendo al campesino que libere a Andrés y le
pague lo debido». Sin embargo, una vez que el caballero se ha marchado, el astuto Haldudo
vuelve atar al joven, omite el pago y le da una paliza casi hasta matarlo.
En esta escena, tanto el joven como
el campesino «son hijos de sus obras» y, por supuesto, también lo es don Quijote.
Andrés, por hablar demasiado, descuidó sus tareas. La habladuria dispersa y trastorna,
vuelve a las personas irresponsables e irrespetuosas, enfocándolas más en el yo
que en sus deberes. Quien cuida su hablar cuida su actuar; dime qué hablas, y
te diré quién eres. Sin duda, el muchacho hablaba por doquier con sus vecinos
de las injusticias de su patrón, difundiendo su fama por el pueblo sin moderación.
Era un joven “indelicado” y desmotivado por falta de justicia, que hablaba
donde no debía y decía lo que no debía a quien no debía; en lugar de recurrir al
juez, quien tenía la potestad y la obligación de atender su situación.
Si trasladamos el caso a la
actualidad, muchas personas utilizan las redes sociales para exponer de manera
abierta el proceder injusto de algunos, sin acudir a las autoridades competentes,
con el pretexto de concienciar a la sociedad. Surge entonces una pregunta imponente:
¿actúa con criterio ético quien se precia de difundir públicamente el mal proceder
de otros? No se trata de evitar la denuncia, sino de deshacer la ofensa de la
forma más adecuada.
Por su parte, Haldudo obraba injustamente,
en lugar de reparar las quejas de Andrés mediante la justicia, lo callaba con
violencia. No solo le arrebataba su sueldo, y el fruto de su trabajo, sino
también su voz. Ahora bien, ¿de qué voz lo
privaba? ¿de la voz parlanchina o de la sensata? Cervantes deja esto a la imaginación
del lector. Haldudo en el fondo no castigaba a Andrés por la pérdida de sus
ovejas, sino por sus habladurías que el joven difundía en medio del pueblo; le
importaba su reputación, no la justicia de su actuar. El rico Haldudo actuó más
por la presión de Don Quijote que por el valor de la justicia; su riqueza le
impedía reconocer su injustica, y cuando la autoridad se ausentaba, se tornaba vengativo.
En suma, su injusticia era su paternidad y la violencia, su engendro. Valga la
pregunta: ¿qué ofensa quería realmente deshacer Haldudo?
Don Quijote no pasa indiferente ante
la justicia. Sin duda, había leído en sus libros de caballería que: «antes la
justicia que la indiferencia y la violencia»; dime qué lees, y te diré quién eres
y cómo te comportas. Don Quijote era un idealista de acciones realistas. ¿Es
acaso un idealista quien deshace entuertos y agravios defendiendo al débil y ultrajado?
Idealista o no, poseía un alma cándida, confiada en la inocencia del joven
Andrés y en el arrepentimiento de Haldudo.
Resulta paradójico: en esta sociedad
que sospecha de todos, quienes confían en el buen actuar de las personas y se
dedican a deshacer ofensas suelen ser llamados locos, idealistas, utópicos y
hasta desadaptados. Ven el mundo con otros ojos. Ser correctos y defender al
indefenso sin otro interés que el de vivir conforme a los principios de
humanidad se ha convertido en lo excepcional -locura- de la vida, cuando
en verdad debería ser lo esencial del vivir. No sorprende que El Quijote termine
con el epitafio que escribe Sazón Carrasco: «Aquí yace el señor fuerte que fue
valiente en extremo. La prueba de su buena suerte es que murió cuerdo, pero
vivió loco». Es decir, la vida es una locura, y la muerte, una
cordura. En definitiva,
la cordura es la máxima expresión de la locura, y quien obra con cordura, obra
con locura.
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