sábado, 2 de noviembre de 2024

El deshacedor de ofensas

    Por José Raúl Ramírez Valencia 


«Cada uno es hijo de sus obras, le dijo el caballero de la Mancha a Andrés. -Es verdad- respondió Andrés- pero, mi Señor, ¿de qué obras es hijo, si me niega mi sueldo, mi sudor y mi trabajo?» Este diálogo pertenece al capítulo IV de la célebre novela El Quijote de la Mancha, donde el ingenioso hidalgo se cruza en el camino con un campesino que tiene amarrado a un joven llamado Andrés a un poste castigándolo sin piedad. A cada azote que lacera su cuerpo, el campesino lo aconseja: «hable menos y cuide más». El problema era que todos los días al campesino de nombre Juan Haldudo, además rico y vecino del Quintanar, le faltaba una oveja por descuido de Andrés. Al presenciar esta escena, el caballero de la armadura pesada ordena a Haldudo que cese el castigo.  

Con la nobleza de su corazón y la altivez de su carácter, don Quijote se presenta como «el valeroso don Quijote de la Mancha, el deshacedor de ofensas e injusticias», exigiendo al campesino que libere a Andrés y le pague lo debido». Sin embargo, una vez que el caballero se ha marchado, el astuto Haldudo vuelve atar al joven, omite el pago y le da una paliza casi hasta matarlo.     

En esta escena, tanto el joven como el campesino «son hijos de sus obras» y, por supuesto, también lo es don Quijote. Andrés, por hablar demasiado, descuidó sus tareas. La habladuria dispersa y trastorna, vuelve a las personas irresponsables e irrespetuosas, enfocándolas más en el yo que en sus deberes. Quien cuida su hablar cuida su actuar; dime qué hablas, y te diré quién eres. Sin duda, el muchacho hablaba por doquier con sus vecinos de las injusticias de su patrón, difundiendo su fama por el pueblo sin moderación. Era un joven “indelicado” y desmotivado por falta de justicia, que hablaba donde no debía y decía lo que no debía a quien no debía; en lugar de recurrir al juez, quien tenía la potestad y la obligación de atender su situación.

Si trasladamos el caso a la actualidad, muchas personas utilizan las redes sociales para exponer de manera abierta el proceder injusto de algunos, sin acudir a las autoridades competentes, con el pretexto de concienciar a la sociedad. Surge entonces una pregunta imponente: ¿actúa con criterio ético quien se precia de difundir públicamente el mal proceder de otros? No se trata de evitar la denuncia, sino de deshacer la ofensa de la forma más adecuada.    

Por su parte, Haldudo obraba injustamente, en lugar de reparar las quejas de Andrés mediante la justicia, lo callaba con violencia. No solo le arrebataba su sueldo, y el fruto de su trabajo, sino también su voz.  Ahora bien, ¿de qué voz lo privaba? ¿de la voz parlanchina o de la sensata? Cervantes deja esto a la imaginación del lector. Haldudo en el fondo no castigaba a Andrés por la pérdida de sus ovejas, sino por sus habladurías que el joven difundía en medio del pueblo; le importaba su reputación, no la justicia de su actuar. El rico Haldudo actuó más por la presión de Don Quijote que por el valor de la justicia; su riqueza le impedía reconocer su injustica, y cuando la autoridad se ausentaba, se tornaba vengativo. En suma, su injusticia era su paternidad y la violencia, su engendro. Valga la pregunta: ¿qué ofensa quería realmente deshacer Haldudo?

Don Quijote no pasa indiferente ante la justicia. Sin duda, había leído en sus libros de caballería que: «antes la justicia que la indiferencia y la violencia»; dime qué lees, y te diré quién eres y cómo te comportas. Don Quijote era un idealista de acciones realistas. ¿Es acaso un idealista quien deshace entuertos y agravios defendiendo al débil y ultrajado? Idealista o no, poseía un alma cándida, confiada en la inocencia del joven Andrés y en el arrepentimiento de Haldudo.

Resulta paradójico: en esta sociedad que sospecha de todos, quienes confían en el buen actuar de las personas y se dedican a deshacer ofensas suelen ser llamados locos, idealistas, utópicos y hasta desadaptados. Ven el mundo con otros ojos. Ser correctos y defender al indefenso sin otro interés que el de vivir conforme a los principios de humanidad se ha convertido en lo excepcional -locura- de la vida, cuando en verdad debería ser lo esencial del vivir. No sorprende que El Quijote termine con el epitafio que escribe Sazón Carrasco: «Aquí yace el señor fuerte que fue valiente en extremo. La prueba de su buena suerte es que murió cuerdo, pero vivió loco». Es decir, la vida es una locura, y la muerte, una cordura. En definitiva, la cordura es la máxima expresión de la locura, y quien obra con cordura, obra con locura.    


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