domingo, 30 de junio de 2024

Entre el poder y el miedo: El señor de las moscas.

 

Por José Raúl Ramírez Valencia.

No somos tan buenos como creemos serlo; en nuestro ser anidan maliciosas y maldadosas intenciones. Este argumento sintetiza la obra El señor de las moscas, de William Golding (1911-1993), premio nobel de literatura (1954). La novela narra como un grupo de 30 niños, después que un avión se estrelló en una isla desierta, y sin ayuda alguna, aprende a sobrevivir. Golding cuenta como dos niños -diferentes en su personalidad- uno atlético, llamado Ralph y otro gordito y asmático, apodado Piggy, encuentran una caracola que se convierte en signo de encuentro y de respeto por la palabra. Reunidos, acuerdan unas normas mínimas para la supervivencia. La primera: quien tenga la caracola toma la palabra y se dirige al grupo. La segunda: hay que obedecer al líder elegido entre todos. La tercera: mantener la hoguera encendida como señal de aviso para que los rescatistas vengan en su ayuda. Y la última: todos debían permanecer unidos. Entre los ires y venires de la convivencia, se dividen en dos grupos, olvidan la hoguera, irrespetan la palabra y prefieren cazar que obedecer al líder.  

La obra narra como el líder elegido, llamado Ralph, insiste en la importancia de cuidar la hoguera, mientras que, a Jack, deseoso de poder, le importa más la caza. En medio de las divisiones, Jack consigue cazar un jabalí, al mismo tiempo que se cruzaban rumores que dentro de la isla había una bestia y, como ofrenda para alejarla, ponen la cabeza del jabalí sobre un palo en el centro de la isla. Una noche el niño Simón sueña que la cabeza del jabalí le hablaba. Al despertarse, constata que no hay tal bestia y que los verdaderos monstruos están dentro de ellos. Decide ir a contarle al grupo que dicha fiera no existe, con tan mala suerte que, cuando sienten que se acerca, lo confunden con la fiera y lo matan. Al final, Jack, no solo terminó cazando jabalíes, sino que también salió a la caza de su compañero Ralph, lo veía como una presa en quien descargar su ímpetu de cazador.  Ahondemos en algunos puntos del texto:   

La caracola. Todos podían hablar en su debido momento, había orden en la asamblea y ningún autoritarismo. La palabra era signo de respeto y de democracia. Cuando rompieron la caracola las leyes se esfumaron e imperó la ley de la selva, hablaba el más fuerte, no el más sabio, la voz de los otros fue acallada y ridiculizada. Una institución que desconozca el orden de la palabra y el momento oportuno para expresar sus opiniones fácilmente cae en una anarquía o autoritarismo.

La hoguera encendida. La obra narra como los niños cazadores se pintaron la cara en señal de dominio y agresividad y, como Jack, prefirieron la caza al cuidado de la hoguera. Elegir cazar en vez de vigilar la hoguera significó pensar más en el aquí que en el mañana, en la comodidad más que en la esperanza, en la autosuficiencia más que en la ayuda posible de los demás. Para Ralph y el gordito la hoguera era lo más importante, sin hoguera el rescate era imposible, sin fuego no hay humo ni señal. Paradójico, muchos equipos empresariales y consejos de diversas instituciones religiosas y educativas prefieren salir de caza, ser competitivos y devoradores que dar señales de alerta y buscar la ayuda de los demás o las alianzas estratégicas, tan necesarias en nuestros días.      

Se dividen: Cuando el grupo se divide se tornan agresivos y desafiantes; ya no son un grupo que acata normas, sino una masa de individuos segregados, que por miedo, siguen al más fuerte. Las ansias de poder, como las de Jack, obnubilan el sentido común, piensan solo en saciar sus inicuos deseos, su ego los enceguece y ven enemigos por doquier. En Jack prevaleció el ímpetu de cazador antes que el sentido común del rescate de todos. Con Jack los niños no luchaban por sobrevivir en la isla, sino que luchaban entre ellos, porque el poder y narcisismo de uno les impidió pensar en el rescate de todos.

El gordito Piggy. Un muchachito con asma, gordito y con gafas de aumento era el polo a tierra a quien Ralph escuchaba sus consejos; gordito pero inteligente, con sus gafas de aumento veía lo que los otros no veían: el sentido común. Un niño como todos, distinto a todos, estaba en todo con todos. Sin embargo, veía el mundo de forma diferente, sus intuiciones eran diferentes, lo simpatico es que no se conoce el nombre, solo su sobrenombre. La sociedad, las organizaciones y la Iglesia necesitan niños gorditos, aunque enfermos y que con sus gafas de aumento mantengan la sensatez y la salud del bien común por encima de los egos que imponen lanzas cargadas de agresividad y dominio.  Irónico, el niño Piggy -que significa cerdo- era quien más cordura y sentido común tenía, solo que no era escuchado, y fue gracias a las gafas de Piggy puestas al sol que pudieron encender la hoguera; es decir, las limitaciones de Piggy se convirtieron en la fortaleza del grupo. Añade Golding con sutiliza: “Piggy podía pensar, pero no servía para jefe, tenía un buen cerebro a pesar de aquel ridículo cuerpo.” 

La cabeza del cerdo: Los niños en la noche sintieron miedo y escuchaban ruidos, tenían miedo a lo desconocido, se imaginaron que había una fiera rodando la isla. La fiera no existía, el miedo irracional le dio vida. Somos cautivos de nuestros miedos, creamos fantasmas que se convierten en engañosos monstruos de lo que no comprendemos o no controlamos. En toda sociedad y en muchas organizaciones, la cabeza del cerdo sigue expuesta al vejamen de las moscas; unos cazan el cerdo, otros lo ponen en el centro y otros como moscas lo devoran, y no faltan quienes, desde lejos, presencian la horrible ofrenda al miedo imaginario. En suma, somos como moscas que rondamos la cabeza del jabalí, en vez de cuidar la hoguera como centinelas de esperanza.  

POSDATA: El señor de las moscas o las moscas que devoran al supuesto señor. Muchas instituciones necesitan el fantasma de las bestias para mantener el prestigio del gran jefe cazador.

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