Por José Raúl Ramírez Valencia.
“Cuando se lucha contra monstruos, es preciso cuidar de no convertirse uno mismo en un monstruo. Si se contempla el abismo durante mucho tiempo, el abismo termina por penetrar en quien lo mira”. Este aforismo n. 146 se encuentra en el libro Más allá del bien y del mal. Preludio para una filosofía del futuro, de Friedrich Nietzsche. El título de la obra anticipa una tesis provocadora: la desaparición de los límites entre el bien y el mal. El filósofo de la voluntad de poder propone una filosofía del porvenir, en la que estas categorías son puestas en entredicho. En este contexto, el aforismo invita a reflexionar: quien combate el mal sin una mirada compasiva corre el riesgo de convertirse en un hombre sin ley, en una monstruosidad interiorizada.
El
aforismo fue escrito por el pensador que se atrevió a declarar que Dios había
muerto y que nosotros mismos lo habíamos matado. Se trata del filósofo del
nihilismo, quien vislumbra un futuro desprovisto de valores que le den sentido
a la existencia humana, es decir, un mañana en el que el ser humano, en cada situación
cotidiana, camina a tientas sin saber qué es lo bueno y qué es lo malo, sumido en
la orfandad, sin un dios y sin una luz que diferencie lo verdadero de lo falso.
Paradójicamente,
el aforismo nos habla de aquel que, en su afán de combatir a un monstruo,
termina adoptando los mismos comportamientos. ¿Qué entendemos por un monstruo? No
solo una criatura anómala y deforme, también un ser temible por su apariencia y
por sus actos. En la novela de Frankenstein o el moderno Prometeo, de
Mary Shelley, el monstruo es descrito como un demonio, un ser desgraciado y miserable,
creado a partir de fragmentos de cadáveres y dotado de vida por su creador. Sin
embargo, al enfrentarse con su propia creación, el científico queda horrorizado
y lo abandona; somos nosotros quienes creamos los monstruos, no vienen de
ultratumba. En otro contexto, el monstruo no solo es una figura física, también
representa una ciencia o una ley desbordada, que se arroga el derecho de crear,
condenar o absorber todo lo que le es posible, sin reconocer límites ni horizontes
misericordiosos.
Desde
otra mirada, la pintura de Goya: El sueño de la razón produce monstruos con
un irónico y agudo pincel, denuncia no solo la ausencia de razón, también su
exceso. En ambos extremos, sea la falta o la sobreabundancia de razón, surge el
monstruo. Cuando la razón se adormece y pierde su vínculo con un criterio ético
sustentado en el bien común, da lugar a seres fácilmente manipulables,
incapaces de discernir por sí mismos, como fue el caso de Eichmann, el operador
logístico de los campos de concentración, que cometió actos atroces precisamente
por no pensar críticamente. Pero también, cuando la razón se impone sin
sensibilidad ni limites, se convierte en una fuerza fría y deshumanizadora
donde se absolutiza la institución por encima de la persona.
De
otra parte, cuando hay exceso de razón, se corre el riesgo de absolutizar la ley
o de ponerse por encima de ella y convertirse en un monstruo. Así lo expresa la
segunda parte del aforismo: “Si miras largo tiempo el abismo, el abismo termina
por mirar dentro ti.”, es decir, quien lucha contra el mal corre el peligro de
despertar sus propias zonas oscuras, actuando de una forma drástica e injusta respaldo
en el exceso de la ley. Es posible que esto haya ocurrido recientemente en la
Iglesia con algunos casos de la pederastia. Al contemplar tanto el abuso de menores
se ha convertido en un monstruo, actuando con el absoluto de la ley, un cierto
autoritarismo que ha deshumanizado la ley misma. Así mismo, en muchos escenarios, algunos adalides
de la moral social o de la seguridad democrática acaban comportándose como monstruos
al querer cambiar las injusticias sociales.
No
se trata de convertir las normas en algo rígido y deshumanizador que termine
dejando a las personas como el monstruo de Víctor Frankenstein: vagando a solas
por el mundo, buscando amor y comprensión, pero condenados a un destino
solitario por el rechazo social, pues quienes lo ven sienten pavor y huyen de
él, sino transformar las normas en una vía de reflexión tanto consigo mismo como
de reconciliación, y no con una actitud condenatoria que deja a la persona sin
ninguna esperanza. Por tanto, más que actuar como monstruos ante los actos
vergonzantes hay que actuar como humanos ante la monstruosidad de los actos del
hermano. A veces, en el afán de combatir el mal, se termina actuando como dictadores
de la ley y no como caballeros del bien.
Posdata:
Respondemos como monstruos ante los actos monstruosos de los otros, cuando lo
que deberíamos hacer es responder con humanidad.
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