Por José Raúl Ramírez Valencia
Era un día caluroso, con el cielo completamente despejado. Las nubes se habían disipado, dejando solo el vasto infinito, como si el horizonte proclamara que nada podría interrumpir la continuidad de la vida. Sin embargo, los avatares del destino se imponían, quebrando la serenidad del tiempo. Afuera, todo transcurría con una melancólica normalidad, pero dentro de un carro, donde unas pocas personas regresaban de unas exequias, la tristeza se volvía más intensa, más palpable, impregnando el aire y ahogando las palabras.
Entre los ocupantes, una niña de apenas siete años
estaba sentada, sosteniendo con fuerza un pequeño cofre, cuya tristeza se
mezclaba con una profunda esperanza. Había visto a su padre partir semanas
atrás hacia el hospital, despidiéndolo con un abrazo lleno de esperanza,
convencida de que pronto regresaría sano y sonriente. Pero la enfermedad,
implacable en su crueldad, había apagado esa vida que tanto significaba para
ella. Ahora, en sus pequeñas y delicadas manos, el cofre que guardaba las
cenizas de su padre se había convertido en su mundo entero.
Aquel objeto, tan sencillo y silencioso, no era solo
un cofre con restos. Era un símbolo de una presencia aún viva. Ese cofre
guardaba mucho más que cenizas: contenía la certeza de que el amor de su padre
trascendía el tiempo y la distancia, que el vínculo espiritual entre ellos
permanecía intacto, más allá de lo tangible y lo posible. Mientras lo sostenía,
los recuerdos fluían en su mente como un torrente doloroso pero lleno de paz.
Volvía a aquellos días de risas y travesuras, a los momentos en que su padre la
alzaba en brazos, haciéndola sentir como si pudiera tocar el cielo. Recordaba
su voz, a veces firme, a veces suave, pero siempre llena de amor, y la forma en
que le enseñaba pequeñas lecciones de vida que ahora resonaban profundamente.
También evocaba la mirada de él hacia su madre, llena de ternura, un gesto que
la niña guardaba celosamente en su corazón. En ese carro también estaba su
madre, sentada a su lado, con los ojos serenos pero el alma rota, observando
cómo su hija llevaba entre sus manos lo más preciado de sus vidas.
Para otros, solo eran cenizas, no podían ver más allá
de lo tangible, el cofre no contenía nada más que un pedazo de un pasado, una parte que ya no tenía cabida en el presente. Pero para ella, aquel
pequeño cofre contenía la esencia de su padre: las manos fuertes que la
guiaban, las miradas cómplices que compartían en silencio, los pasos alegres de
sus bailes, aquella inconfundible "cabeza calva", que tantas veces
arrancaba risas en la casa. Cada detalle de él parecía estar allí, transformando
las cenizas en un símbolo de un amor que nada, ni siquiera la muerte, podría
separar. En su inocencia teñida de tristeza, se acercaba al cofre con
ternura y le decía a su madre: “quiero hacerle cosquillitas a mi
papá que está ahí”.
Desde ese día —un viernes, sábado o tal vez domingo; el día ya no importaba—, ese momento quedó grabado en su memoria como una cicatriz luminosa. Cuando le dijeron que las cenizas podían esparcirse al viento, la niña se negó con una firmeza que sorprendió incluso a los adultos. ¿Cómo soltar aquello que la mantenía tan cerca de él, como un vínculo que trascendía las fronteras físicas? Decidió que el cofre merecía un lugar especial, un lugar sagrado donde pudiera visitarlo, agradecerle a Dios por la vida de su padre y a la vez orar por él. Un lugar donde pudiera conservar al menos el recuerdo tangible de sus cenizas.
Ahora, las cenizas reposan en una cripta, pero para ella, ese lugar no es frío ni distante. Es un santuario, un portal al amor eterno que su padre le dejó, un espacio donde convergen la memoria y la esperanza. Cada visita es un reencuentro, no solo con las cenizas, sino con la certeza de que el amor trasciende la muerte. Su padre no está ausente; sigue presente, aunque de otra manera. Ella está convencida de que, si Dios acogió a su padre, él la acompaña desde el cielo, guiándola por los caminos de la vida. En cada desafío, en cada duda, siente su apoyo como una fuerza serena, una voz interior que la anima a ser valiente y fiel a los valores que él le enseñó. Aunque sus ojos ya no puedan verlo, su padre continúa orientándola, con su presencia invisible pero real que le da firmeza y propósito.
Así, en ese espacio sagrado, la niña comprendió que el amor verdadero no se desvanece con la muerte. Gracias a la fe, su padre sigue vivo, gozando de la patria celestial, y permanece en los recuerdos, en los gestos cotidianos y en las promesas aún no cumplidas. Las cenizas no representaron el fin, sino el testimonio de un vínculo eterno, una experiencia amorosa y espiritual que le recordaba, una y otra vez, que el amor y la fe son más poderosos que la muerte.
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