Por.
José Raúl Ramírez Valencia.
Era por cierto una tarde del 15 de enero de 2009: Todo trascurría normal en el aeropuerto La Guarda de New York. Sin ningún motivo particular, el vuelo 1549 de US Airways recibía sus 150 pasajeros, venidos con maletas y equipajes, llenos de esperanzas y abrazos de despedidas, cada uno con el deseo de aterrizar en la ciudad de Charlotte. Para algunos el viaje no revestía ninguna novedad, una rutina más; para otros, más que un viaje, era un volar hacia otros rumbos, nuevo trabajo, nuevas aventuras… en fin, la novedad de una nueva experiencia. Como siempre, los cinco tripulantes revisaron cada detalle antes de que el avión despegara. Pasajeros y tripulantes estaban más que satisfechos con el abordaje, todo estaba en orden.
No
habían transcurrido dos minutos cuando el avión sorpresivamente fue impactado
en sus motores dejándolo a media potencia. El golpe fue con una bandada de
gansos que emigraban desde Canadá, pues las altas densidades de nieve les
impedían encontrar alimento para su subsistencia. Parecían caídos del cielo o
como brotados del mismísimo fondo de la tierra. Ante aquel insuceso, el comandante Chesley Sullenberger y su
copiloto Jeff Skiles, se encontraron obligados de tomar tierra o agua de
inmediato. Ante esa dudosa la decisión fue por amerizar en el río Hudson, ubicado
entre las ciudades de New York y New Jersey en Estados Unidos. ¿Cómo lo hicieron?
He ahí el secreto. Experticia, serenidad y colegaje, fueron los atributos fundamentales
del comandante al momento de tomar aquella opción. Increíble, pero cierto. Solo bastaron
27 minutos después de aquel “milagroso aterrizaje” para que todas las personas estuvieran
sanas y salvas en la bahía, gracias también a la buena gestión del personal de
rescate.
Para
sorpresa y admiración de muchos, el último en evacuar fue el capitán. Lo hizo
solo después de haber ayudado a los pasajeros y de percatarse minuciosamente de que
no quedara nadie en el avión. Al momento de encontrarse a salvo y rodeado de un
sinnúmero de personas y con cierto asombro al ser calificado como un héroe, un
periodista con total desprevención le preguntó: capitán, ¿está usted bien? -solo
estaré bien cuando sepa que las 155 personas que estaban en el avión están sanas
y salvas, -respondió el piloto.
Algunos
calificaron esta hazaña como un milagro, otros la consideraron como fruto de la
experticia del piloto. En ningún momento el piloto se atribuyó como un éxito personal
aquel amerizaje. En todas las respuestas argumentó que fue un trabajo de
equipo, siempre agradeció a la tripulación.
No
todo fue color de rosa. La decisión de amerizar en Hudson fue alabada por la
comunidad, y cuestionada por las autoridades de Seguridad de Transportes y las aseguradoras
del momento. Estas autoridades le entablaron un juicio. Amerizar en Hudson fue una
operación riesgosa, debió regresar al aeropuerto. Para el piloto, dada la
premura del tiempo y la magnitud de los daños, regresar era imposible. El peso
de la decisión estaba sobre sus hombros, las fracciones de segundo y los dilemas
de responsabilidad con los pasajeros lo impulsaron a amerizar en Hudson. Sullenberger
era una persona con 30 años de experiencia y más de 19.000 millas de recorrido.
Solo en 231 segundos tenía que tomar la decisión más sabia y audaz de su carrera.
Durante el juicio realizaron varias pruebas y simulacros acerca de aquel amerizaje,
concluyendo que el piloto había tomado la mejor elección. Solo una persona con
madurez y experticia estaba en la capacidad de hacerlo. La experiencia salva
vidas.
Padecemos
y somos testigos de una sociedad que apuesta por la innovación y la juventud, subvalorando
la experiencia. No se desconoce que tanto el adulto como el joven están en la
posibilidad de innovar, pero al momento de las decisiones, el joven padece la
orfandad de la experiencia. Saber elegir, sortear las adversidades y trazar
caminos certeros son consecuencia de la madurez sazonada por las perplejidades de
la vida. La experiencia es aquella señora ilustre que con sensatez y reciprocidad
dialoga con las circunstancias y las situaciones, tanto adversas como
favorables de las personas e instituciones, valorando la historia y el porvenir
de cada uno en aras del bien común.
La
experiencia también es aquella loable señora que sabe superar el ego
ensordecedor que desconoce el aporte de los demás y sabe decir: “lo hicimos” y
no “lo he hecho.” Incluso es una señora tan sabia, que en vez de descartar o
rechazar a las personas con mayor conocimiento o edad que ella misma, las acoge
y las escucha como águilas que saben volar hacia lo alto y a la vez pueden
percibir desde las alturas tanto los peligros como las oportunidades de la
vida.
Una
persona con sensata experiencia es aquella como el capitán que antes de
responder por su interés, se percata del bienestar de las personas que tiene
bajo su responsabilidad. Aunque la pregunta es particular y concreta: "Capitán, ¿está
usted bien?", la respuesta supera la cerrazón del individualismo ampliando el horizonte
de la fraternidad.
POSDATA:
Poder sin el horizonte de la experiencia de la fraternidad no es más que
acumulación de egos altisonantes y ensordecedores de los carismas de los demás.
Esta
historia del accidente del avión fue llevada al cine y se conoce la película
con el nombre de Sully.
Excelente escrito, y profunda reflexión.
ResponderEliminarBuen artículo. "Difícil actuar con acierto en la capitania del vuelo; cuando la egolatria mezquina es el radar que orienta al vuelo"
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