Por
José Raúl Ramírez Valencia
Comenzaba el año 2020, bisiesto por cierto, todo
parecería normal. Los supermercados, los centros comerciales, los colegios, las
universidades y las iglesias planeaban el año como si el tiempo y la historia
se juntasen en un solo abrazo donde no cabe el azar ni el improvisto. Como
dirían los más eximios gerentes: todo está bajo control, todo está en nuestras
manos, todo está calculado. Las noticias
acerca del virus era solo un rumor proveniente de tierras muy distantes de nosotros.
¿Quién iba a pensar que ese diminuto, invisible, insignificante y lejano virus
nos iba a cambiar la vida? El virus nos confinó en los espacios reducidos de
nuestra casa, pero a la vez amplio nuestra capacidad de aceptar al otro, sino
como quien enriquece, con su presencia, el espacio afectivo y efectivo de la
relación.
¿Quién iba a pensar que ese diminuto virus nos haría
regresar al seno de la familia? A ese sitio seguro y olvidado por muchos, lugar
de encuentro, no solo con nosotros mismos sino con los seres que más conocen
nuestros aciertos y desaciertos. Ese lugar donde no podemos vivir con máscaras o caretas,
donde se desmantelan nuestras falsas seguridades sociales y nuestras más
insignificantes afectividades. Es en casa, sin lugar a dudas, donde nos
reconocen por lo que somos y no lo por lo que producimos, sabemos o hacemos.
¿Será un castigo o una oportunidad el estar confinados
en la casa? Juzgue cada cual según su experiencia. Jean Paul Sartre en su obra A puerta cerrada habla de la convivencia entre un homosexual,
una prostituta y una lesbiana. En sus diálogos saltan frases como “Los otros
son el infierno, no hay necesidad de parrillas”, “¡es para morirse de la risa!
somos inseparables”. “¡Cómo los odio a los dos! ¡Ámense, ámense!” Estamos en el
infierno y ya me llegará el turno”, “ya no hay nada tuyo en la tierra: todo lo
que te pertenece está aquí”. En fin, la convivencia, en estos tiempos, para
muchas familias no es un jardín de rosas, más bien un tunal que exaspera las
rosas. Un ejemplo de ellos es el aumento de los casos de violencia
intrafamiliar en todo el país en este periodo de cuarentena. Para muchos el
infierno sigue siendo el otro. No sabemos convivir.
Ahora bien, esta experiencia también podría verse como
una oportunidad. Quizás vivíamos en un mundo de apariencias. Todo parecía funcionar
bien, pero no era así. Creíamos que la mejor vida era la que hacíamos de
puertas para afuera y que el mejor punto para encontrarnos con nosotros mismos
y con los demás era la calle o los bares. Parecía como si todo estuviera
funcionado a las mil maravillas, pero llega el virus y, con malicia de dictador
declara que donde mejor se encuentra a salvo el ser humano es en el hogar. Aquí
aplican las palabras del pensador existencialista Gabriel Marcel: “¿No tienes a
veces la impresión de que vivimos…si a esto se puede llamar vida…en un mundo
roto? Sí, roto, como un reloj. El mecanismo ya no funciona. Por fuera nada ha
cambiado. Todo está en su lugar. Pero si te llevas el reloj al oído, no se oye
nada; ¿entiendes?, el mundo, eso que llamamos el mundo de los seres humanos…en
otro tiempo debió tener corazón, pero pareciera que ese corazón ha dejado de
latir” Sí, la familia como corazón del mundo ha dejado de latir y precisamente
ese virus invisible nos ha devuelto al corazón del mundo: la familia, para que
el mundo nuevamente encuentre su rumbo.
Lo que suena paradójico
es que allí, en el corazón del mundo, debemos aprender a mantener la distancia
óptima. En una historia titulada El
dilema del erizo, escrita por Schopenhauer, se narra que en el invierno los
erizos sienten simultáneamente la necesidad de acercarse para darse calor, pero
cuando se acercan demasiado las púas del erizo cercano les causan dolor. Sin
embargo, debido a que el alejarse va acompañado de una sensación de frío, se
ven obligados a ir cambiando la distancia hasta que encuentran la separación
óptima y soportable. Es adentrarnos en el hogar donde nos podemos dar calor sin
necesidad de invadir la intimidad y atormentar a otro, como diría Sartre. Quien
bien sabe tomar distancia prudente protege y se protege. Donde hay distancia
hay orden y donde hay lejanía hay ausencia. Estar en casa es sentir el orden y
la presencia cuidadosa y amorosa de los otros.
Padre, amigo, ya se han dado las circunstancias, falta un saber que inteerogue, que ayude a darse cuenta. Por eso la necesidad del filósofo, la vida no se existencia sin interrogantes. Muy buen escribo, lo disfruté mucho.
ResponderEliminarProfesor, muchas gracias por compartir un poco de su pensamiento constructivo en esta época tan oscura para muchos.
ResponderEliminarSin embargo de su escrito me llama la atención la clara diferencia entre la lejanía y la distancia para entenderlas y saber como aplicarlas.
Que interesante. Realmente nuestra vida ha cambiado y este pequeño virus nos ha proporcionado una oportunidad de remirar, de renovar, de cambiar muchas cosas, pero a la vez que exigente es la propuesta de una vida más auténtica y esencial. Gracias profe por compartir.
ResponderEliminarpadre. que buena reflexion,que buenas palabras la verdad nutren el alma
ResponderEliminarMuy interesante la relación descrita mundo-reloj, seguramente el corazón ha dejado de latir, pero nosotros nos acostumbramos a correr como la sangre por las venas, sólo que ya no nos purificamos.
ResponderEliminarSiempre es un gusto, leerlo.
ResponderEliminarPadre que interesante reflexión, cuán importante saber tomar distancia prudente para proteger a otros y protegerse y no sólo por el tema del virus, es su aplicación en la convivencia, respetar la intimidad y el espacio del otro, equilibrio entre la cercanía y la distancia.
ResponderEliminarJulieth Jaramillo F.
Teniendo en cuenta el corazón es nuestra familia, entender que dentro de ella hay que estar juntos pero no rrvueltos
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