martes, 3 de diciembre de 2019

EN NAVIDAD, EMPALABREMOS EL MUNDO


por José Raúl Ramírez Valencia 

En la base de la crisis social subyace una crisis de sentido, íntimamente ligada a una crisis de la palabra. Según Aristóteles, el ser humano es social porque está dotado de palabra, lo que le permite comunicarse y construir comunidad. Si seguimos esta lógica, podemos deducir que una crisis social refleja una crisis de la palabra: a menor uso genuino de la palabra, menor será la cohesión social.

El sofista Gorgias afirmaba: "el ser no existe, y si existiera, no podríamos conocerlo; y si pudiéramos conocerlo, no podríamos explicarlo ni comunicarlo." Esta postura niega la capacidad de la palabra para expresar lo real. En términos religiosos, esta idea se traduce en: Dios no existe; si existiera, sería incognoscible; y si fuera cognoscible, permanecería incomunicable. Así, se cuestiona la esencia de la palabra como medio de comunicación. Pero, ¿es posible habitar un mundo sin palabra?

Hace poco falleció el monje barcelonés Lluís Duch, conocido por su expresión “empalabrar el mundo”. ¿Qué significa empalabrar el mundo? Dotarlo de sentido. Cuando el prólogo de San Juan dice: Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”, expresa que la Palabra divina empalabró de sentido la existencia humana. Por medio del Verbo, Dios comunicó lo más profundo de su ser a su creatura más amada: el ser humano.

Si Dios, en su amor, quiso comunicarse a través de la Palabra, el ser humano está llamado a dejarse empalabrar. El Verbo penetra todas las realidades humanas: estética, ética, ciencia y religión. Al hacerse hombre, Dios tocó todas las fibras de la existencia humana, al empalabrar al hombre empalabró el mundo. En palabras del Papa Benedicto XVI en Aparecida: “El Verbo de Dios, haciéndose carne en Jesucristo, se hizo también historia y cultura”.

De lo anterior se desprende que la crisis de sentido no reside en la Palabra en sí misma, sino en la incapacidad o desinterés por recibirla. Como señala el Evangelio: Vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron”. Más preocupante aún es la banalización de la Palabra, que implica su distorsión, vaciamiento de significado o una aceptación degradada y tóxica por parte del ser humano. El sentido profundo de la encarnación es la humanización, no la deshumanización. Sócrates, en el diálogo Crátilo, reflexiona que cuando la palabra se manipula o distorsiona y pierde su conexión con la realidad o su origen, genera monstruos o híbridos. 

Desde una perspectiva existencial y teológica, cuando el ser humano recibe el Verbo de Dios de manera amañada o desfigurada, lejos de asumir lo auténticamente humano, se convierte en un híbrido que desprecia su humanidad en favor de una nebulosa espiritual que impide el encuentro consigo mismo y lo aleja de su esencia más profunda. Este es el núcleo de muchas desviaciones religiosas promovidas por ciertos “movimientos religiosos” que, en su intento por acoger la Palabra, terminan banalizándola. Y cuando la Palabra se banaliza, se deforma y, con ella, se distorsiona también lo humano.

"Y habitó entre nosotros”. ¿Qué significa habitar entre nosotros? Significa no solo estar presente, sino vivir, compartir, ordenar y disfrutar de nuestra morada existencial. Celebrar la Navidad es aceptar y reconocer que Dios habita en nosotros, acogiéndolo como la Palabra que da orden y sentido a nuestra existencia. Más aún, al recibir la Palabra, reconocemos que el Dios hecho hombre mora en cada persona y, a través de Él, nos convertimos en palabra para los demás. En este intercambio, nos acogemos mutuamente como palabras vivas y juntos asumimos lo auténticamente humano.

Además, cuando acojo la Palabra descubro que el morar de Dios en mí no me hace superior, sino hermano con quien construyo la casa común y con quien me siento en la mesa de la fraternidad a compartir el banquete de la singularidad de la vida y donde cada uno es enriquecido con los dotes y carismas de los demás. Navidad, más que uniformidad en la palabra, es comunión en la Palabra. Acoger la Palabra es vaciarnos de nuestras palabras para acogerla y con ella descubrir la enorme posibilidad de empalabrar al hermano, así como Dios nos ha empalabrado a nosotros. El irrespeto al hermano tiene su origen en la pérdida de sentido de la Palabra. Dios empalabró al ser humano para que fuera más humano, y al ser más humano, más hermano y más libre.

Acoger la Palabra es, en última instancia, recrear y humanizar la realidad con el sentido profundo que trae el Dios encarnado. Cuando se descubre la presencia de Dios en nosotros no nos hace superiores, sino hermanos, llamados a construir juntos la casa común. En esta fraternidad, nos sentamos a la mesa de la vida para compartir el banquete de nuestra singularidad, donde cada uno enriquece a los demás con sus dones y carismas.

La Navidad no es uniformidad en la palabra, sino comunión en la Palabra. Acogerla implica vaciarnos de nuestras propias palabras para abrirnos a la suya, y con ella descubrir la inmensa posibilidad de empalabrar al hermano, tal como Dios nos ha empalabrado a nosotros. La falta de respeto hacia el prójimo nace de la pérdida de sentido de la Palabra. Dios empalabró al ser humano para hacerlo más humano, y en esa humanidad, más hermano y más libre.


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