Por José Raúl Ramírez V.
Con extrañeza, muchos críticos literarios se preguntan
¿por qué Jorge Luis Borges no obtuvo el premio nobel de literatura? ¿Le faltó a
Borges ese premio o más bien el premio carece de Borges? Dejemos eso más bien a
la crítica literaria y centrémonos en uno de sus famosos cuentos titulado: El inmortal. En este relato que hace parte de su obra El Aleph, narra
la historia de Marco Flaminio Rufo, un jefe militar romano, quien buscaba afanosamente
el río que lo llevara a la Ciudad de la Inmortalidad, un destino soñado.
Con diversas expresiones, Borges describe esta somnífera
realidad: “Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como
Cornelio Agripa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo
cual es una fatigosa manera de decir que no soy […] Yo he sido Homero; en breve,
seré Nadie, como Ulises, en breve seré todos: estaré muerto”.
En la Ciudad de la Inmortalidad se carece de identidad
individual, solo cuenta la identidad genérica o institucional; basta con ser
inmortal y nada más, la pertenencia obnubila y oscurece al individuo. Importa
más la ciudad que el ciudadano, la empresa que el empleado, la universidad que
el universitario, la iglesia que el feligrés. Paradójico: una ciudad que
renuncie o desconozca la singularidad de sus personas termina en la dictadura de
la igualdad o en la magnificación institucional. No hay que confundir la
singularidad con el individualismo. La singularidad suma, hace crecer a la
institución, mientras que el individualismo solo trabaja para su inflado yo.
En la Ciudad de los Inmortales, cada persona es expropiada
de su historia personal y de su singular perfil, en razón de la generalidad. Muchas
instituciones adquieren identidad y logros por sus empleados, pero ellas, ni
valoran ni promueven las singularidades. Ven al sujeto solo como una pieza o un
medio dentro del sistema. En términos postmodernos, sería la muerte del sujeto.
Contradictorio: quien no experimenta ni reconoce la diferencia, ni las individualidades,
no experimenta la unidad.
Cuando una institución no reconoce en las personas sus
singularidades construye laberintos sin salidas; todos miran en la misma
dirección. Saber cumplir funciones desiguales es la igualdad y por esta
igualdad - desigualdad se construye la armonía institucional. Cuando se valoran
las diferencias personales en el ámbito institucional, la motivación y el
liderazgo surgen de manera natural.
Según la narración de Borges, los trogloditas eran los
inmortales. Si antes habíamos descrito la igualdad como carencia de identidad,
el troglodita aparece como prototipo de esta ciudad, además, los caracteriza
también el hecho de “devorar serpientes y carecer del comercio de la palabra”. Las
igualdades sin las singularidades producen trogloditas, personas que viven en
las cavernas con comportamientos crudos y toscos. Al ser el otro igual se
presenta más como competencia y amenaza que como riqueza. En muchos casos son
las igualdades las que causan malestar en las instituciones y producen seres
atávicos, no las diferencias.
¿Qué hacer para que tanto algunas personas como instituciones
superen su estado de trogloditas? Según Borges, basta con encontrar el río que
devuelva a la mortalidad. “Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en
alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren”, ¿Cuál será esa región?
¿Qué borrará? Sin duda, será una región donde el todo no anule la singularidad y
las personas no sean despojadas de sus aciertos e historias personales. Silenciar
o desconocer los atributos personales, más que un destino de la inmortalidad es
un acto de deshumanización.
Más adelante, Borges, refiriéndose a los trogloditas, escribe:
“Esa noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir algunas
palabras. El perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo primero, muchas aves,
como el ruiseñor de los césares, de lo último. Por muy basto que fuera el
entendimiento de un hombre, siempre sería superior al de irracionales”. En fin,
la persona que encuentra el río que borra la inmortalidad es aquella que es
capaz de reconocer la individualidad y la riqueza del otro con la palabra y con
los hechos y ese reconocimiento supera la misma expresión borgiana: “Nadie es
alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres”. Un troglodita, en
definitiva, es alguien rudo y crudo, sin palabra y dada su incipiente apertura
al otro no llega a reconocer la singularidad ni la riqueza de los demás. A
todos los quiere uniformar y tratar con su rudimental personalidad, oponiéndose
a toda evolución y cambio.
POSDATA: ¿Será que
nos estamos volviendo trogloditas? ¿iguales o singulares?Publicado en el Periódico Vida Diocesana. Septiembre-Octubre 2019
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