jueves, 14 de noviembre de 2019

LA CIUDAD DE LOS TROGLODITAS

Por José Raúl Ramírez V.
Con extrañeza, muchos críticos literarios se preguntan ¿por qué Jorge Luis Borges no obtuvo el premio nobel de literatura? ¿Le faltó a Borges ese premio o más bien el premio carece de Borges? Dejemos eso más bien a la crítica literaria y centrémonos en uno de sus famosos cuentos titulado: El inmortal. En este relato que hace parte de su obra El Aleph, narra la historia de Marco Flaminio Rufo, un jefe militar romano, quien buscaba afanosamente el río que lo llevara a la Ciudad de la Inmortalidad, un destino soñado.
Al llegar a ella, se encuentra con la sorpresa que, lejos de corresponder a la ciudad excelsa, percibe un sinuoso laberinto donde viven los inmortales que padecen el sopor de la igualdad caracterizada por la sinuosa e inexplicable anulación del yo individual.   
Con diversas expresiones, Borges describe esta somnífera realidad: “Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agripa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy […] Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises, en breve seré todos: estaré muerto”.
En la Ciudad de la Inmortalidad se carece de identidad individual, solo cuenta la identidad genérica o institucional; basta con ser inmortal y nada más, la pertenencia obnubila y oscurece al individuo. Importa más la ciudad que el ciudadano, la empresa que el empleado, la universidad que el universitario, la iglesia que el feligrés. Paradójico: una ciudad que renuncie o desconozca la singularidad de sus personas termina en la dictadura de la igualdad o en la magnificación institucional. No hay que confundir la singularidad con el individualismo. La singularidad suma, hace crecer a la institución, mientras que el individualismo solo trabaja para su inflado yo.  
En la Ciudad de los Inmortales, cada persona es expropiada de su historia personal y de su singular perfil, en razón de la generalidad. Muchas instituciones adquieren identidad y logros por sus empleados, pero ellas, ni valoran ni promueven las singularidades. Ven al sujeto solo como una pieza o un medio dentro del sistema. En términos postmodernos, sería la muerte del sujeto. Contradictorio: quien no experimenta ni reconoce la diferencia, ni las individualidades, no experimenta la unidad.
Cuando una institución no reconoce en las personas sus singularidades construye laberintos sin salidas; todos miran en la misma dirección. Saber cumplir funciones desiguales es la igualdad y por esta igualdad - desigualdad se construye la armonía institucional. Cuando se valoran las diferencias personales en el ámbito institucional, la motivación y el liderazgo surgen de manera natural.    
Según la narración de Borges, los trogloditas eran los inmortales. Si antes habíamos descrito la igualdad como carencia de identidad, el troglodita aparece como prototipo de esta ciudad, además, los caracteriza también el hecho de “devorar serpientes y carecer del comercio de la palabra”. Las igualdades sin las singularidades producen trogloditas, personas que viven en las cavernas con comportamientos crudos y toscos. Al ser el otro igual se presenta más como competencia y amenaza que como riqueza. En muchos casos son las igualdades las que causan malestar en las instituciones y producen seres atávicos, no las diferencias.    
¿Qué hacer para que tanto algunas personas como instituciones superen su estado de trogloditas? Según Borges, basta con encontrar el río que devuelva a la mortalidad. “Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren”, ¿Cuál será esa región? ¿Qué borrará? Sin duda, será una región donde el todo no anule la singularidad y las personas no sean despojadas de sus aciertos e historias personales. Silenciar o desconocer los atributos personales, más que un destino de la inmortalidad es un acto de deshumanización.
Más adelante, Borges, refiriéndose a los trogloditas, escribe: “Esa noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir algunas palabras. El perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo primero, muchas aves, como el ruiseñor de los césares, de lo último. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería superior al de irracionales”. En fin, la persona que encuentra el río que borra la inmortalidad es aquella que es capaz de reconocer la individualidad y la riqueza del otro con la palabra y con los hechos y ese reconocimiento supera la misma expresión borgiana: “Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres”. Un troglodita, en definitiva, es alguien rudo y crudo, sin palabra y dada su incipiente apertura al otro no llega a reconocer la singularidad ni la riqueza de los demás. A todos los quiere uniformar y tratar con su rudimental personalidad, oponiéndose a toda evolución y cambio.  
POSDATA: ¿Será que nos estamos volviendo trogloditas? ¿iguales o singulares?

Publicado en el Periódico Vida Diocesana. Septiembre-Octubre 2019 

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