Por José Raúl Ramírez Valencia
Era mayo 24, la tarde comenzaba a caer en la ciudad de Santiago.
Poco a poco, la oscuridad comenzaba a imponerse sobre la ciudad. Tanto el ocaso
del día como el de la vida se abrazaban entonando una única melodía: la del
tiempo hecho vida y la vida hecha tiempo. En una casa, como muchas en la
ciudad, vivían 60 ancianos, cada uno a merced de las vicisitudes del destino. Mientras
los vaivenes del tiempo transcurrían para todo el mundo, para estos singulares ancianos,
el tiempo era un monólogo impregnado de instantes sin futuro y sin pasado
alguno. El peso y el beso abrumador de sus años al igual que el paso de la
enfermedad física y mental, hacían que no existiera la mínima conciencia del
paso sucesivo de los días
Tampoco percibían el frío y la neblina familiar que los
rondaban los 365 días del año. Para ellos, el lunes era martes y el martes era
sábado, domingo o todos eran uno en todos. No se preguntaban por un día nuevo,
todos eran iguales, solo distinguían la luz de la oscuridad y la oscuridad de
la vida. Ese 24 de mayo en el hogar Santa Rosa, no era un día normal. Algo había
a pesar del alzhéimer, el autismo o la inmovilidad que solo los hacía percibir
el aquí y el ahora.
Era viernes, no para ellos. Parecía que su señoría, la
memoria, había bajado de los olimpos a tomar el espíritu extraño y perdido de
esos seres que deambulaban en búsqueda del tiempo que nunca tuvieron. La razón,
el hogar estaba de aniversario y las religiosas que los cuidaban, con una
creatividad inusitada, decidieron abrigar la desnudez afectiva de estos
ancianos. Esas monjitas querendongas y queridas con su impecable habito negro,
no su corazón, queriendo vestir al mismo creador de la vida y buscando resaltar
lo singular y atractivo de cada uno de ellos, decidieron vestiros con hermosos
trajes, arroparlos con la tesitura del amor nacido del fresco sentido de la dignidad
humana.
Todos estaban con trajes señoriales, la alegría era tal
que parecía como si el espíritu indómito los hubiera tomado por su cuenta. Algunos
con picaresco sentido de la realidad jugaban con sus corbatas recordando aquel chiquillo
que fueron o quisieron ser; otros se sentían como en aquellas salas donde se
toman las decisiones a espaldas de ellos, no faltó quien con sutiliza afirmara:
aquí estuvimos nosotros, pero no nos-otros, estuvimos a merced de los que opinaban
sobre nos-otros en contra o a favor de nos-otros creyendo conocernos, incluso decretando el estado
de felicidad pertinente, cuando en el fondo solo era una expresión de la
posición privilegiada del poder que ostentaban. No faltaron quienes haciendo uso de
la galantería querían tomar a las bellas doncellas que los ayudaban y pasearse con
ellas como en sus días mozos, pero el destino esquivo y taciturno del amor les
negó dejándolos a la intemperie de la soledad. Otros se miraban con
sentimientos de extrañeza, preguntándose con asombro sin saber siquiera lo qué
significaba preguntar, los demás de
los demás eran quienes habían preguntado,
respondido y decidido por ellos. Era tal la sensación de verse distintos que
por intervalos de tiempo parecían decirse para sí: ¿yo sí seré yo? ¿sí me
parezco a mí o seré ese personaje que fui o quise ser? ¿Estaré resucitando al personaje
que fui y que cargo conmigo? ¿Cómo seguir siendo el que soy y no soy
ahora?
Había algo que los inquietaba y los hacia actuar de forma
inusual. Unos como cuan niño en busca de sí mismos se miraban en los vidrios que
cubrían el interior del salón como queriendo indicar que eran ellos, pero nunca
fueron ellos, porque las circunstancias de la vida le susurraron al oído como
el otoño al invierno: prepárense para la intempestiva lluvia existencial. Los
más inocentes entre los inocentes, no percibían que estaban sentados a la merced
de la misma misericordia que imploraba misericordia para ella misma. Muchos de
ellos pasaban semanas y meses sin tatarear frase alguna con sentido, ese día se
sentían tan extraños y dueños de sí que súbitamente querían tertuliar, pues un rescoldo
intuitivo hacía encender el ardor de palabra en ellos hasta convertirla en prosa
desinteresada, en poesía. El salón ya era un espacio para la tertulia, no para
la demencia; el traje inspiraba los más altos intríngulis de la modernidad, los
unos motivaban a pensar a los otros: ¿será que si me visto existo o existo
porque me visto?, o ¿pienso porque me visto o me visto porque pienso?
POSDATA: “Hay diez mil maneras de pertenecer a la vida”
“A partir de ahora nosotros somos los pacientes y ellos nuestros clientes”
Película Nise, El corazón de la locura. Hay diez mil maneras de hacer pastoral.
Publicado periódico vida diocesana mayo-junio 2019
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