Por José Raúl Ramírez Valencia.
The
Crown ha sido una de las
series más vistas de Netflix alrededor del mundo. Relata la historia de la
reina de Inglaterra. En el capítulo 9, el parlamento inglés, por motivo del
cumpleaños número 80 del primer ministro Winston Churchill (1874-1965), acordó
regalarle un retrato pintado por el modernista Graham Sutherlard. Churchill
accedió a ser retratado e insinuó al artista que en la pintura debía quedar de
pie; de manera que se resaltara su figura como primer ministro de Inglaterra,
su postura enérgica y su liderazgo en la lucha contra Adolfo Hitler. Además, sugirió
que se le debían presentar de manera permanente los avances de la pintura.
Graham Sutherlard no accedió a ninguna de las peticiones
de Churchill. Presentó el retrato el día del homenaje. Ese día, Churchill vio
su imagen retratada mientras los invitados se reían sin disimulo alguno. Entonces
se dirigió al pintor y le dijo irónicamente: “el retrato se parece a un
bulldog”. En la obra el primer ministro aparecía cansado, decrépito y viejo.
Tanto que le costaba reconocer que era él. No veía reflejada en la pintura su
imagen de premio Nobel de literatura en 1953, sus dotes de orador, estratega,
historiador y, principalmente, su estatus de primer ministro. La pintura lo
conmovió. La escena, durante el homenaje, donde la gente se reía, le generó
angustia y confusión. A partir de ese momento, decidió abandonar su cargo.
El episodio es sugestivo y ayuda a reflexionar acerca del
poder como realidad. En el arte se muestra lo que no vemos o no queremos ver.
El poder y la fama tienden a trastornar la idea de cada uno tiene de sí y a
suprimir la autocrítica. El retrato fue suficiente para que Churchill recobrara
la visión de sí mismo y de su propia condición. Hay momentos donde las personas
que detentan un cargo público, político, académico, eclesiástico, empresarial, pastoral,
etc., deben plantearse la pregunta: ¿estoy sumando o restando? No es fácil ser
honesto consigo mismo y atreverse a dar un paso al costado. El poder tiende a
generar adicción. Muchos prefieren permanecer aferrados al personaje, o pseudo-personaje,
que representan en el cargo y les da privilegios a nivel social. Muy pocos
logran comprender que la verdadera identidad radica en el ser y no en lo que se
representa en una institución u organización.
El poder puede convertirse en una coraza impenetrable que
oculta las limitaciones y fragilidades de una persona. Como al primer ministro,
el poder podría cegarla e impedirle que notara su estado decrépito. Así como
gobernar es asunto de sabios, también lo es saber renunciar. Apartarse y
dedicarse a cuidar de sí también es una opción válida y necesaria. Es una
realidad que la mirada de sí mismo no coincide en la mayoría de los casos, con
la manera como otros nos perciben. En ambos casos, la percepción de sí puede
llegar a ser desmedida, sobreestimada o desestimada. A veces se prefiere más al
personaje que se representa que optar por quien realmente se es.
Graham Sutherlard prefirió pintar a Churchill como
persona y no al poderoso que representaba. Pintó la persona, no al personaje.
Las palabras de Churchill al pintor, antes de realizar su obra, fueron
sugestivas y merecen nuestro paréntesis fenomenológico: “no me estás
retratando. Retratas el cargo que represento. ¿Va a alagarme o va a mostrar mi
realidad? No se esmere por ser muy fiel a la realidad”. Una pregunta, entre
muchas, podría saltar a la vista: ¿Cuál es el punto de encuentro entre el
personaje y la persona? He ahí la tarea de la fenomenología, ir a la esencia
misma.
Hay que ver la totalidad
de la obra. Los
fragmentos son engañosos
y manipulables. Describir al anciano Churchill sin tener en cuenta su
trayectoria y protagonismo en la Segunda
Guerra Mundial sería fragmentar su personalidad. Es importante buscar el punto de encuentro entre la
persona y el personaje. Churchill ya tenía 80 años y se estaba recuperando de
un derrame cerebral. Con seguridad, no era así como quería ser recordado. Sin
embargo, una decisión inadecuada frente a un aplazado retiro pueden
distorsionar la imagen total y la trayectoria de una persona. Pedir ser pintado
de pie, para verse más enérgico, manifiesta apego al personaje y miedo a
reconocer la realidad íntima y personal. No siempre es posible maquillar y
ocultar la propia condición. Cabe preguntar: ¿cómo queremos ser recordados?
¿será que necesitamos un pintor para desenmascararnos? ¿Bastaría un retrato?
Que nos pinten de pie o como estamos. He ahí el dilema.
Publicado en el el periódico Vida diocesana mayo 2019
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