Por José Raúl Ramírez Valencia.
Preguntarnos por el sentido de la muerte no es fácil, resulta en todo momento incómodo, es la única pregunta que no tiene escapatoria ni justificación. Algunos filósofos afirman que la filosofía nace para esclarecer y superar la realidad de la muerte. La pregunta por la muerte de inmediato suscita, eleva, depura y profundiza la verdad de la existencia; mequetrefe aquel que nunca se ha planteado seriamente la realidad de la muerte. Simone de Beauvour decía: “que una existencia temporal sin muerte vuelve absurda la empresa humana”, pues la muerte no solo nos pone pensativos, sino que también nos vuelve pensadores. Paradójicamente, la muerte resalta y enaltece la vida. Mauricio Blondel escribía: “cuando llega la muerte es cuando se aprende la valorización de los actos”. Ante el suceso de la muerte la pregunta más sabía es cómo vivió y no de qué murió, según intuición de Ricardo Tobón, filósofo y arzobispo de Medellín. Ahora bien ¿será que la muerte es una perdida que resta o más bien una suma que plenifica todo lo vivido?
Cosas que pasan. Un muchacho y su madre vivían en el mismo municipio, pero este joven solo se dio cuenta del fallecimiento de su madre por un aviso que apareció en el periódico. Esta historia real y no poco común suscita diferentes interrogantes: ¿será que esta sociedad individualista y utilitarista está acaparando todo el tiempo a las personas que incluso viviendo bajo el mismo techo pareciera como si estuvieran muertas? Y en segundo lugar, ¿qué tipo de relaciones estamos estableciendo? ¿serán relaciones débiles y efímeras que el mismo tiempo las atomiza y trivializa hasta crear un distanciamiento tal que solo la muerte como noticia hace reaparecer y conmover el vínculo relacional? En el fondo de esta historia, inaudita de por cierto, aparece un único interrogante-reclamo: ¿qué tipo de “vínculo-amor” se estableció en está “supuesta relación”?
Decía el filósofo cristiano Gabriel Marcel: “amar a una persona significa decirle tú no morirás”. El amor hace que el hombre comprenda su ser y su vida, por tanto, solo el amor posibilita una nueva perspectiva a la muerte. Quien no ama y no se ha sentido amado ya ha empezado a padecer las consecuencias funestas de la muerte. Por tanto, la muerte es un misterio de amor, no un problema que derrota la existencia; solo el amor enfrenta-confronta la muerte hasta aniquilarla. Acercarnos al misterio de la muerte es cuestión de profundidad y de perspectiva, y por tanto de fe, como bien lo expresó un padre del desierto al contar el momento en el que le anunciaron a un monje el fallecimiento de su padre. Ante la noticia, el religioso le respondió al mensajero: “Deja de blasfemar; mi padre es inmortal”. Para quien vive de la fe, la muerte es solo un momento existencial, no la ruptura de la individualidad en la eternidad.
Se tiene la tendencia a ver la muerte como la sentencia que trunca y malogra el proyecto existencial, cuando la misma muerte es una puerta que abre e intensifica lo más propio de cada persona. La muerte es posibilidad, no negación; es un don, no una señora tirana que se adueña de la existencia; es unidad, no división; es ganancia, no pérdida; es encuentro, no distanciamiento; es presencia, no ausencia. La muerte es el absoluto silencio que pronuncia la palabra más solemne y más respetuosa sobre la existencia de alguien.
Según Emanuel Levinas, “la muerte es la mezcla de amenaza inminente y de aplazamiento que permite reaccionar y huir”. No dejemos que sea una noticia en el periódico la que nos informe la muerte de nuestros seres queridos, sino el amor y la fe lo que nos posibilite superar la muerte, porque “amar una persona significa decirle tú no morirás”.
Publicado en el periódico Vida diocesana. Noviembre 2014
Gracias amigo. La muerte es el olvido. No muere quien es recordado y sus huellas perduran.
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