Por José Raúl Ramírez Valencia.
Ruido, algarabía, bulla y palabrería son realidades que están aturdiendo, intoxicando y degradando al ser humano, pues el silencio, la serenidad, la calma y la palabra meditada se han convertido en realidades extrañas para el común de la gente, dado el ajetreo continuo al que somos sujetos abocados-avocados en esta sociedad consumista y alborotada, que presenta la bulla y los ruidos estentóreos y estridentes como máximas expresiones de cultura y de adrenalina pura.
Pareciera ser que estamos invadidos por el ruido, mas no habitados por el silencio. Invadir y habitar, son dos verbos que constantemente están en continuo enfrentamiento en el momento de pensar-dialogar-conversar. Cuando el ruido nos invade somos despersonalizados porque no hay un núcleo unificador que reciba, discierna, cuestione y purifique los sonidos.
La bulla invade, enajena, aturde, masifica y pisotea la intimidad.
Si el ruido nos invade, el silencio nos habita. El habitar, de comienzo, significa un dentro, un espacio propio, donde solo ingresa aquel que decide ser habitante-ciudadano de su propia vida. Quien habita, toma posesión de su intimidad, además, posee sentido de pertenencia y de responsabilidad con todo lo que entra y está en su interioridad.
El silencio es un gran caballero cuidador-curador de la intimidad.
El silencio no es rechazo a la palabra, sino conquista de la palabra serena. El silencio es la casa donde reposa la palabra, pero también es la puerta prudente y sabía que purifica y acrisola el pensamiento antes de ser puesto en el corazón, en los labios y en los oídos, tanto de la persona que habla como de aquella a la que va dirigida la palabra.
Quien vive el profundo dinamismo del silencio continuamente reposa las palabras. El silencio es el lugar donde se contempla y se mima la palabra para luego ser emitida con insondable majestuosidad; el ruido es un intruso que violenta la puerta del silencio para invadir y atormentar la intimidad, sagrario de la palabra
El silencio no es olvido de sí, ni indiferencia ante el otro o lo otro, tampoco vacío interior, más bien, preparación para el encuentro respetuoso y solemne con el otro a través del don preciado de la palabra.
El silencio meditativo no se adueña, ni captura, ni se aferra, ni esclaviza la palabra; la depura y la libera del ego ensordecedor y enceguecedor que distorsiona y opaca su esplendor. El silencio, más bien, decanta y prepara la palabra hasta alcanzar su prometido comunicador y su encantador destinatario.
Es importante enfatizar que el silencio no se apropia de la palabra, la toma prestada para cuidarla-curarla y, posteriormente, entregarla como doncella pura y casta que está dispuesta a entregar y desvelar la belleza de la intimidad, por tanto, el silencio convierte la palabra en sentido, en cuanto que la bulla lo estropea y entorpece.
El silencio no es ausencia de palabras, ni saturación de ellas, es conquista de la palabra tenue y profunda. Una vez más, la casa de la palabra es la intimidad, su cura-cuidado es el silencio y su puerta de salida es la serenidad. Cuando la palabra es habitada por el silencio o el silencio es su morada, la palabra cruza la puerta de la serenidad solo buscando la verdad y la bondad, huéspedes oriundos de la intimidad de cada persona, por tanto, la comunicación verdadera es encuentro de intimidades habitadas por el silencio. Y en esta dinámica del silencio-intimidad, Dios, como diría San Agustín, “está más íntimo que nuestra propia intimidad”. Desde el silencio a la intimidad y desde la intimidad a la contemplación de la Palabra, por eso, Dios habla y habita en el silencio, y como diría Monseñor Alfonso Uribe Jaramillo: “sobran las palabras, falta la palabra.
Publicado en el periódico Vida Diocesana. Julio 2014.
Habla cuando tus palabras sean más dulces que el silencio. Veo en el silencio la posibilidad de crecer en la apasibilidad y prudencia.
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