viernes, 15 de agosto de 2014

EL RUIDO NOS INVADE, EL SILENCIO NOS HABITA UNA INVITACIÓN A REPOSAR LA PALABRA

Por José Raúl Ramírez Valencia.   

Ruido, algarabía, bulla y palabrería son realidades que están aturdiendo, intoxicando y degradando al ser humano, pues el silencio, la serenidad, la calma y la palabra meditada se han convertido en realidades extrañas para el común de la gente, dado el ajetreo continuo al que somos sujetos abocados-avocados en esta sociedad consumista y alborotada, que presenta la bulla y los ruidos estentóreos y estridentes como máximas expresiones de cultura y de adrenalina pura.


Pareciera ser que estamos invadidos por el ruido, mas no habitados por el silencio. Invadir y habitar, son dos verbos que constantemente están en continuo enfrentamiento en el momento de pensar-dialogar-conversar. Cuando el ruido nos invade somos despersonalizados porque no hay un núcleo unificador que reciba, discierna, cuestione y purifique los sonidos. 

La bulla invade, enajena, aturde, masifica y pisotea la intimidad. Si el ruido nos invade, el silencio nos habita. El habitar, de comienzo, significa un dentro, un espacio propio, donde solo ingresa aquel que decide ser habitante-ciudadano de su propia vida. Quien habita, toma posesión de su intimidad, además, posee sentido de pertenencia y de responsabilidad con todo lo que entra y está en su interioridad. 

El silencio es un gran caballero cuidador-curador de la intimidad. El silencio no es rechazo a la palabra, sino conquista de la palabra serena. El silencio es la casa donde reposa la palabra, pero también es la puerta prudente y sabía que purifica y acrisola el pensamiento antes de ser puesto en el corazón, en los labios y en los oídos, tanto de la persona que habla como de aquella a la que va dirigida la palabra. 

Quien vive el profundo dinamismo del silencio continuamente reposa las palabras. El silencio es el lugar donde se contempla y se mima la palabra para luego ser emitida con insondable majestuosidad; el ruido es un intruso que violenta la puerta del silencio para invadir y atormentar la intimidad, sagrario de la palabra El silencio no es olvido de sí, ni indiferencia ante el otro o lo otro, tampoco vacío interior, más bien, preparación para el encuentro respetuoso y solemne con el otro a través del don preciado de la palabra. 

El silencio meditativo no se adueña, ni captura, ni se aferra, ni esclaviza la palabra; la depura y la libera del ego ensordecedor y enceguecedor que distorsiona y opaca su esplendor. El silencio, más bien, decanta y prepara la palabra hasta alcanzar su prometido comunicador y su encantador destinatario. Es importante enfatizar que el silencio no se apropia de la palabra, la toma prestada para cuidarla-curarla y, posteriormente, entregarla como doncella pura y casta que está dispuesta a entregar y desvelar la belleza de la intimidad, por tanto, el silencio convierte la palabra en sentido, en cuanto que la bulla lo estropea y entorpece. 

El silencio no es ausencia de palabras, ni saturación de ellas, es conquista de la palabra tenue y profunda. Una vez más, la casa de la palabra es la intimidad, su cura-cuidado es el silencio y su puerta de salida es la serenidad. Cuando la palabra es habitada por el silencio o el silencio es su morada, la palabra cruza la puerta de la serenidad solo buscando la verdad y la bondad, huéspedes oriundos de la intimidad de cada persona, por tanto, la comunicación verdadera es encuentro de intimidades habitadas por el silencio. Y en esta dinámica del silencio-intimidad, Dios, como diría San Agustín, “está más íntimo que nuestra propia intimidad”. Desde el silencio a la intimidad y desde la intimidad a la contemplación de la Palabra, por eso, Dios habla y habita en el silencio, y como diría Monseñor Alfonso Uribe Jaramillo: “sobran las palabras, falta la palabra. 

Publicado en el periódico Vida Diocesana. Julio 2014.

1 comentario:

  1. Habla cuando tus palabras sean más dulces que el silencio. Veo en el silencio la posibilidad de crecer en la apasibilidad y prudencia.

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