Por José Raúl Ramírez Valencia
Era un día caluroso, con el cielo completamente despejado. Las nubes se habían disipado, dejando solo el vasto infinito, como si el horizonte proclamara que nada podría interrumpir la continuidad de la vida. Sin embargo, los avatares del destino se imponían, quebrando la serenidad del tiempo. Afuera, todo transcurría con una melancólica normalidad, pero dentro de un carro, donde unas pocas personas regresaban de unas exequias, la tristeza se volvía más intensa, más palpable, impregnando el aire y ahogando las palabras.